Relatos varios

Mi gozo en un pozo (1/3)


    No fue el primer sorbo el que lo despertó, pero si el más apasionado, el más desesperado y el más agradecido. Apenas como un parpadeo, como el que se despierta porque ha escuchado un ruido y vuelve a dormirse. Así empezó.

    Los siguientes sorbos fueron perdiendo en intensidad, pero sí que aumentaron en número. Y a más personas acudían a él, más forma iba tomando y mayor tiempo pasaba despierto. 

    Por un motivo que jamás nadie se planteó, ni siquiera él mismo, se dió cuenta de que era grande. Un humanoide, un homúnculo indefinido y enterrado en la tierra que conseguía alzar la mano y darle a su gente el agua que tanto necesitaban.

    No tenía una conciencia desarrollada ni una personalidad definida, pero su objetivo era dar. Y en la flor de su plenitud, podía y daba todo lo que podía. Notaba como su sangre pasaba a formar parte del pueblo que se reunía a su alrededor, tanto de sus habitantes como de sus plantas, animales e incluso de los ladrillos con lo que construían sus casas.

    Los habitantes del pueblo excavaron más y le dieron paredes definidas, de piedra firme; y su corona se convirtió en un sitio de reunión, donde todos, tarde o temprano, aunque fuera una vez en su vida, acudían a compartir lo que para él sólo podía ser la belleza de la sencillez de la vida.

    Tenía los oídos finos y disfrutaba de sus charlas, de sus historias y de sus sueños. Un día escuchaba cómo la hija del molinero pretendía casarse con el aprendiz del alfarero y otro, una persona con su misma esencia, hablaba de cómo un tal o cual conquistador pasaría cerca del poblado.

    La vida era bella y sencilla. Tenía una misión y la cumplía de sobra, por lo que exceptuando quizás los niños y los ancianos, nadie le dedicaba más de un pensamiento ni más de un sentimiento, pero eso no le molestaba. Quizás le preocupara un poco que su tamaño hubiera disminuido levemente y que cada vez le costaba más servirles, pero tampoco era demasiado. ¿No?

    Un día, conoció una emoción nueva. Conoció la inquietud.

    Los sentimientos más puros y primigenios siempre suelen tener un mismo origen: amenazan la existencia o el estado actual de las cosas.

    Ese día hizo algo que jamás había hecho antes, ya que, en su complacencia, nunca le había hecho falta. 

    Miró hacia arriba.

    Miró hacia arriba y conoció la sangre, el fuego y la ceniza. Y con ellos, conoció el miedo. El miedo por sí mismo y por su existencia, ya que se sintió convulsionar de tal manera que se hizo un ovillo en el seno que durante tanto tiempo lo había albergado mientras gritaba aterrorizado.

    Estaba en postura fetal, temblando y rígido a la vez, conociendo el dolor de ser despedazado pedazo a pedazo mientras lo asaltaba una amalgama de sentimientos que jamás ninguna criatura debía de conocer, pero que demasiadas acababan conociendo antes de sucumbir. La pena y el miedo, la duda y la injusticia. El arrepentimiento y el por qué sin razón. Todo aquello que debía de pasársele por la cabeza, la garganta y el pecho a cualquier criatura abandonada bajo la lluvia al nacer.

    En un momento dado miró hacia arriba y vio cómo caía entre sus paredes el cuerpo de la nieta del alfarero.

    Y entonces, junto al fuego y la ceniza, conoció la sangre y el olvido.




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