Relatos varios

La persecución (2/3)

Su figura se recortaba orgullosa contra el cielo violeta en lo alto de una colina.

 

Parecía estar mirando en dirección opuesta y el viento les venía de frente. No se les podía presentar mejor oportunidad.

 

El lancero envió al de las hachas por la derecha mientras él mismo se dirigía a la izquierda y el arquero los cubría a ambos yendo hacia el frente.

 

El plan era simple: el de las hachas lo jalearía hacia el lancero y el arquero se aseguraría de que no perdieran la pieza. No era la primera vez que lo hacían y se separaron al unísono, con la soltura que da la práctica.

 

El de las hachas se acercaba a lo alto del monte intentando esquivar una zona de ramas secas especialmente densa, la cual lo obligaba a zigzaguear lentamente hacia su objetivo para no hacer ruido.

 

Les enseñaban las técnicas básicas de caza desde que eran niños y las practicaban de distintas maneras acorde a sus edades.

 

De niños aprendían los rudimentos de la lucha cuerpo a cuerpo, a ocultar su presencia a los animales del bosque y también a preparar pequeñas trampas para cazar conejos y otros roedores.

 

Ya de adolescentes iban con partidas de caza de pequeño recorrido y hacían tareas relacionadas con la servidumbre aunque eso también les permitía intervenir en otros aspectos de la caza como era la preparación del campamento, del fuego, las setas y hierbas que eran comestibles, así como quitarles la piel a los animales y muchos otros.

 

Y una vez pasados los rituales de la madurez, se les solía dar libertad para que conformaran sus propios grupos aunque siempre bajo la supervisión y guía de algún anciano o cazador experimentado cuya misión era seguir inculcándoles los fundamentos y conocimientos heredados de su gente.

 

Aunque su cultura, como cualquier otra, estaba llena de pequeñas supersticiones.

 

Unas estaban justificadas y otras no. Pero era típico de la juventud confundir ambas y desdeñarlas todas por igual.

 

Por lo que el de las hachas fue el único de los tres que recordó que las horas de transición entre la noche y el día eran las dadas para ver lo que no estaba allí o no ver lo que sí estaba.

 

Y así fue que desenfundó su hacha y cuchillo cuando el contorno del ciervo se vio desfigurado por las sombras de la arboleda que los separaba.

 

Por un momento pareció que el ciervo se ponía de pie y se giraba en su dirección. Pero al instante un último rayo de luz le hizo desviar la vista y el ciervo desapareció de su horizonte.

 

Se quedó quieto y en cuclillas escuchando a su alrededor, ya que algo se movía hacia él.

 

Algo rápido y furtivo.

 

Algo que respiraba y gruñía.

 

Algo que parecía estar rodeándolo tal y como él estaba haciendo con el ciervo aunque mejor. Y esta revelación se hizo clara en su mente cuando al avanzar en dirección contraria a su invisible enemigo, unas mandíbulas se lanzaron buscando su cuello.

 

Un grito agónico del mediano inauguró el anochecer para espanto de sus dos compañeros.

 

El más cercano era el arquero, que se desvió de su ruta prevista y se lanzó a la carrera hacia los alaridos de su amigo, que tardaron poco en tornarse gorgojeos sanguinolientos capaces incluso de embrujar los sueños de los malditos.

 

Cuando llegó, un trío de lobos se alzaba sobre el de las hachas. Uno grande con trazos plateados le había abierto la garganta y relamía la sangre mientras otros dos lobos negros esperaban a dos pasos de distancia.

 

 

El arquero no lo dudó y con un movimiento fluido disparó una de sus flechas hacia el líder del peligroso trío.

 

Ya tenía otro proyectil en la mano cuando el primero alcanzó al lobo en el pecho, haciendo que éste soltara un quejido y cayera de lado.

 

El lancero también había escuchado el grito de su compañero y del mismo modo había iniciado la carrera en su dirección.

 

Desde su posición, tenía que pasar cerca de donde se encontraba el ciervo, debido a lo cual esperaba que éste hubiera huído ante el ruido que estaba haciendo, pero en vez de eso el animal seguía en el mismo sitio, devolviéndole la mirada con unos ojos tan impasibles que el lancero pudo ver el reflejo de su figura al pasar en las pupilas del animal.

 

Así de cerca estaba, pero no podía detenerse, así que siguió corriendo, guiándose en la oscuridad por los gemidos y gruñídos, hasta llegar al cuerpo.

 

Los lobos ya se habían ido y lo que había ocurrido estaba claro, ante lo cual ambos supervivientes tomaron el cuerpo de su compañero, buscaron un sitio para acampar y se prepararon para pasar la noche.

 

A la mañana siguiente rastrearon la zona y vieron que las huellas del ciervo estaban cada vez más juntas, lo que, añadiéndole la sangre, significaba que no podía andar demasiado lejos.

 

Ambos acordaron seguirlo un trecho y, mientras, dejar cubrierto el cuerpo de su compañero y del lobo con piedras para recogerlos a la vuelta, aunque el arquero quería dejar claro que si no conseguían la pieza antes del atardecer, debían dar la vuelta y volver al poblado.

 

Un disparo como aquel en un lobo de aquel tamaño era sin duda una buena pieza, digna de un cazador.

 

El lancero accedió y se dispusieron a seguir las huellas que los llevaron hacia las montañas. Al principio atravesando bosque, un bosque cuya densidad iba disminuyendo a ojos vista hasta llegar a conformar una serie de claros con cada vez menos tierra y más suelo rocoso.

 

Al mediodía descansaron en uno de estos claros y el arquero le recordó lo acordado al lancero, que dijo que si, que no se preocupara. Que al final de aquel día alcanzarían a su presa, pero aunque el arquero le insistió que eso no era lo que habían hablado, siguieron adelante hasta verse totalmente al descubierto.




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