Relatos varios

El tendero confiado (2/4)

El sol había sobrepasado ya su cénit y nadie había entrado en la tienda. Bufó de aburrimiento y se enderezó, estirándose y desperezándose debido a las horas que había pasado inclinado sobre el mostrador.

 

Le apetecía un té.

 

Miró hacia la puerta, a ver si se daba el típico fenómeno "ahora que voy a cerrar aparece un cliente", pero no fue así, por lo que se dirigió a la pequeña cocina y puso una olla a calentar.

 

Se quedó mirando hacia el exterior por la estrecha ventana, preguntándose lo rápido que aquella obra se habría completado si no fuera por la influencia de los samveriles, cuando creyó ver de reojo algo moverse.

 

Joseph giró la cabeza en aquella dirección y se dio la vuelta para dar dos pasos hacia el umbral de la puerta que separaba las pequeñas dependencias de la tienda.

 

Aparentemente no había nada.

 

Quizás fuera el reflejo de la luz en un charco que se había colado por el escaparate. Pero debía ser el rayo de luz más afortunado del día para haberse filtrado entre los densos nubarrones grises que acechaban la ciudad.

 

El tendero dio dos pasos más hasta quedarse en el marco de la puerta e invocó el poder que anidaba en su interior.

 

Deseaba saber si alguna criatura mortal o sempiterna se le había colado a hurtadillas en la tienda, por lo que se concentró aumentando sus sentidos y saturando el aire de la habitación con su magia, revelando así tanto las criaturas como los hechizos que hubiera allí.

 

Pero de nuevo, no había nada. O casi nada.

 

Joseph tomó su taza y tras dejarla sobre el mostrador se dirigió hacia una de las estanterías donde había una pequeña colección de objetos y desde la cual le parecían sentir llegar destellos titilantes de poder.

 

Se decía a si mismo de que la variedad de objetos disponibles en su tienda le aportaban personalidad y un aire pintoresco, aunque se sonreía al pensar cuán fácil resultaba engañarse a uno mismo en esas cuestiones.

 

Entre las piezas que había en la estantería podíamos encontrar algunos libros, una balanza y un viejo astrolabio entre otros. Joseph tenía acceso a algunos de los pocos artefactos que se habían creado a lo largo de su existencia, pero procuraba no tenerlos a la vista en la tienda.

 

Su suspicacia lo llevó a meter la mano por detrás de una figura de una sirena y de una bola de cristal, donde encontró un reloj de bolsillo abierto. Lo sacó de su escondite con expresión extrañado y miró el objeto con más detenimiento.

 

Esos relojes se fabricaban en el lejano este, pero éste en concreto ya parecía tener un tiempo.

 

Tenía un tamaño adecuado tanto como para caber en un bolsillo como para resultar cómodo a la hora de cogerlo. Parecía hecho de alguna aleación de oro y cobre, dado su brillo apagado, y su cubierta labrada mostraba algún tipo de montaña solitaria.

 

Lo cerró y abrió para comprobar el estado de la bisagra y se fijó en su interior. Pudo ver que en vez de un camafeo el reloj tenía un espejo, aunque uno muy sucio o estropeado, dado que apenas podía ver su propio reflejo en el centro de aquella superficie más parecida a un estanque con los bordes llenos de limo espeso que a un espejo.

 

No recordaba exactamente de donde lo había sacado ni despertaba en él una sensación de familiaridad, aunque tenía unos registros muy detallados a los cuales acudir para estos casos.

 

Se quedó mirándose en el espejo con detenimiento mientras rascaba con el pulgar la suciedad de los bordes, a ver si conseguía mejorar la imagen, pero no parecía posible.

 

Un destello verde pareció cruzar por dentro del cristal y la mente de Joseph inició un hilo de razonamiento pero el ruido de la campana que había sobre la puerta de la tienda lo distrajo de éste.

 

Cerró el reloj en un movimiento automático y se dispuso a atender al potencial cliente.

 

Cuando se dio la vuelta comprobó que quien había entrado no era ni más ni menos que Clotilde.

 

La más joven de las parcas.

 




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