El alba apenas estaba despuntando, pero aún no hacía el calor suficiente como para dispersar la niebla que envolvía los alrededores de la pequeña aldea en la que se habían refugiado para pasar la noche. El hombre mayor y el joven salieron del pequeño edificio aledaño a la posada y se encaminaron hacia una de las hogueras supervivientes de la noche anterior para tomar un desayuno caliente. Les haría falta para empezar el día y enfrentarse a la humedad de aquella mañana. Comprobaron que no eran los primeros en haberse levantado. Y era normal, dado que mucha gente tenía por costumbre aprovechar los días posteriores a los grandes mercados para realizar su propia peregrinación.
Para Jémuzu, aquel iba a ser su primer recorrido y estaba entusiasmado por ello. Su abuelo, que no era tal pero lo sentía como si lo fuera, le había intentado explicar numerosas veces la importancia que tenía aquella peregrinación en su cultura, pero dado que era algo difícil de entender, habían decidido realizarla juntos. No existía un comienzo formal del camino como tal. Las carreteras y senderos de la provincia estaban sembrados de ruedas de peregrinación que podían tomarse como el principio de cada procesión particular, pero no había principio alguno. Del mismo modo, aquella pintoresca ceremonia tampoco tenía un final, ya que cada persona, según la senda que recorriese, llegaría a su propia epifanía y pequeña revelación.
Le había preguntado al abuelo a menudo cuántas veces había recorrido el camino y qué había visto, pero éste había sonreído discretamente y siempre le contestaba lo mismo, que lo había hecho cuando había sentido que lo necesitaba, ya que el principal objetivo del camino era seguir adelante. Y eso era lo que Jémuzu no conseguía comprender: ¿cómo podía una peregrinación, un paseo largo, una caminata de varios kilómetros venida a más, ayudar a la gente a continuar hacia delante? ¿Cómo podía ser que esa colección de estatuas repartidas por la provincia fuera un elemento central de la religión de aquellas tierras?
El abuelo lo instó a terminar de desayunar y a que se preparara, ya que se hacía tarde. La peregrinación no tenía un sitio fijo por donde empezar, pero sí un momento para iniciarse y reanudarse, y éste era la primera hora del alba.
Cuando se acercaron a la intersección que marcaba la entrada de la aldea, se encontraron con otros peregrinos que hacían cola. Se situaron educadamente detrás de un joven que estaba haciendo alarde de sus intenciones de irse de su casa y esperaron. Jémuzu se asomó para ver quiénes estaban delante, y consiguió distinguir, entre otros, a una sacerdotisa y una joven con el atavío típico de las adeptas, que estaban haciendo girar la rueda de plegarias de aquel cruce. Por lo que había entendido, cada peregrino, al llegar a uno de los cruces señalados, debía hacer girar la rueda y ésta le indicaría qué camino seguir.
Las ruedas de plegarias eran cilindros alargados montados sobre un poste vertical de piedra, normalmente rematado con un farolillo que permitía leer a cualquier hora las oraciones talladas y recubiertas de oro rojo desgastado. El sencillo pero sagrado artilugio estaba tan bien engrasado que mientras los peregrinos esperaban a que terminara de girar, el joven seguía intentando llamar la atención de las personas a su alrededor insistiendo en cómo los países del oeste eran el futuro y cómo ellas dos, la sacerdotisa y la adepta, debían plantearse irse con él. Jémuzu miró de reojo a su abuelo, que contemplaba la escena con un ligero rictus de desaprobación, ya que esperaba algún tipo de comentario por su indumentaria pero éste nunca llegó. Sabía que su abuelo se sentía profundamente disgustado por la situación que estaban viviendo los distintos poblados de la provincia. Todos ellos afectados en mayor o menor medida por el corte de suministros, la subida de los impuestos e incluso por las expropiaciones o vivaqueos de las tropas invasoras.
Su abuelo era y vestía como un artesano del metal, con un conjunto ancho de fieltro tan descolorido que parecía blanco por el pecho y la espalda, mientras que los brazos y el cuello mostraban toda la gama desde un amarillo sucio hasta un veteado negro que el mandil de herrero no había podido detener. Lo mismo ocurría con el pañuelo que le cubría la cabeza; el negro de la frente se iba difuminando por los lados y la coronilla hasta parecer una pequeña luna en fase decreciente. Ambos habían tenido que huir de su casa justamente debido a la lenta pero imparable invasión de los países occidentales que, a juicio de su abuelo, contaban con la única ventaja del número, ya que los consideraba bárbaros e indignos de cualquier consideración, pero que habían sido lo suficientemente inteligentes como para generar problemas como el hambre a la vez que se erigían como la solución idónea al permitir a los jóvenes de su tierra enrolarse en sus filas.
Era una estrategia perfecta que estrangulaba poco a poco aquellas tierras de carácter dócil e introspectivo.
La sacerdotisa y la adepta parecieron suspirar con alivio cuando la rueda dejó de girar y se pusieron en marcha tomando el camino de la derecha, tal y como la rueda les señalaba. El joven desagradable las miró marchar con una sonrisa engreída y dio dos pasos para acercarse a la rueda y hacerla girar a su vez. Una vez que le dio impulso, ésta empezó a dar vueltas convirtiendo el mantra que la recubría en un borrón de efecto hipnótico que el joven se apresuró en ignorar dándose la vuelta para mirarlos a ambos con aire de suficiencia. Estaba claro que el joven andaba en su propia nube y en busca de sus propios castillos imaginarios, ya que les explicó que si bien su fortuna estaba asegurada, quería cumplir con los deseos de sus padres, que le habían pedido que hiciera una última peregrinación antes de marcharse.
Cuando la rueda dejó de girar, ésta señalaba el mismo camino tomado por la sacerdotisa y la adepta, por lo que el engreído les mostró una sonrisa de sofisticación, como si todo aquello lo hubiera planeado él e inició su camino con grandes pasos.