Relatos varios

El Ángel de Makaluha - Conciencia (2/3)

A la mañana siguiente, se volvieron a poner en marcha con las primeras luces y no tardaron demasiado en llegar a un cruce con otra rueda de plegaria.

El joven engreído fue el primero en hacerla girar, no sin antes murmurar para sí la oración que tenía inscrita.

Iniciamos el camino con el impulso de una piedra que rueda colina abajo.

Pero sólo el tiempo y el dolor nos recuerdan donde está lo importante para nosotros.

Vigila no haber perdido tantas fuerzas, que no puedas volver a lo alto de la colina.

Cuando la rueda terminó de rotar, el joven empezó a andar por el camino de la derecha, como la vez anterior. Jémuzu miró a su abuelo, pidiéndole permiso y éste asintió con una fina sonrisa. Esta vez le dio fuerte, para que girara mucho y rápido, no como el día anterior. Pero después de una larga espera la rueda emitió su juicio y dictaminó que debían, una vez más, seguir los pasos del joven engreído.

Jémuzu no estaba demasiado contento y lo expresó con un bufido mientras dejaba caer cómicamente los hombros. Miró a su abuelo y éste, que no había variado su sonrisita, le hizo un gesto con la cabeza indicándole que se pusiera en marcha. El joven empezó su recorrido por la senda pisando fuerte, mostrando infantilmente así su descontento hasta que un ruido lo sobresaltó y lo incitó a mirar atrás. La sacerdotisa estaba haciendo girar a su vez la rueda y, después de que esta se detuviera, empezó a andar detrás de ellos.

Dado lo que había ocurrido el día anterior, Jémuzu se dejó embargar por una falsa sensación de que aquello terminaría pronto. Que en cualquier momento el viento susurraría a través de los arbustos cercanos y tendría su revelación. Pero ese sentimiento se convirtió en preocupación y algo de frustración cuando volvió a llegar la noche. Las acampadas se repitieron de la misma manera, todos separados. Y Jémuzu estaba tan inquieto que su abuelo le hizo recitar ciertos principios básicos de su arte para mantenerlo ocupado.

Pasado el mediodía del día siguiente, empezaron a escuchar en la distancia extraños ruidos. La frontera de la provincia, por su lado oeste, estaba compuesta de varias mesetas de gran altura cortadas en bruscos barrancos que hacían rebotar el sonido hasta grandes distancias, por lo que si el viento lo acompañaba, podían estar oyendo algo que ocurría a cientos de kilómetros.

El joven engreído fue disminuyendo la largura de su zancada a medida que los ruidos se repetían con más frecuencia y se hacían más claros.

Eran ruidos de combate.

Podía escucharse ocasionalmente el rugir del fuego, el golpe fuerte de algo estrellándose contra el suelo, el tintineo de las armas e incluso el lamento de la muerte. Sólo el silencio de la noche era capaz de rivalizar con aquella violenta tonada a la hora de despertar la imaginación.

Su abuelo y él no cambiaron el ritmo en ningún momento y acabaron por alcanzar al joven. Cuando llegaron a su altura, el abuelo le apoyó una mano en el hombro, reconfortándolo, y le animó a que siguiera el camino, recordándole que se le haría muy largo y lo acabaría abandonando antes de tener su revelación. El joven engreído, con una expresión descompuesta y levemente pálido, bufó despectivamente recuperando su actitud y volvió a acelerar el paso para separarse de ellos, pero una gran explosión los hizo mirar a todos hacia la derecha.

Su abuelo maldijo entre dientes en la lengua de sus ancestros, y él se hacía una idea de por qué. Uno de los motivos que estaba azuzando a sus enemigos contra ellos eran justamente sus conocimientos sobre metalurgia, alquimia y más específicamente, la pólvora. Si se había oído una explosión, eso quería decir que se estaba dando un ataque en alguna de las grandes poblaciones de la zona y no sólo en la frontera.

Jémuzu miraba en la misma dirección que su abuelo, observando el humo negro elevarse por encima de las lejanas colinas. Pero el joven engreído no miraba hacia allí, sino más hacia el sur mientras sus labios repetían silenciosamente dos palabras como una oración muy personal. El joven creyó leer en sus labios las palabras "padre" y "madre"; y su expresión había mudado de la arrogancia al desconsuelo. Tenía las mejillas y la nariz roja, como si lo embargara la más profunda de las penas.

Jémuzu miró hacia donde estaba mirando él y pudo ver a los ángeles en una nueva combinación.

Todos le conferían un tono de santidad a la peregrinación. Algo cercano a la magia, pero alguien debía de haber construido las estatuas. Y el ingenio que había detrás de tales obras era tal que la perspectiva y la ilusión no desmerecían ni afectaban al mensaje. Vio de nuevo al ángel que lloraba de rodillas, pero esta vez un segundo ángel le apoyaba una mano sobre un hombro mientras ambos miraban hacia una tercera figura que parecía alejarse enfadada, ya que desde ahí se le veía la cabeza hundida entre los hombros encorvados y los puños cerrados.

La distancia entre las estatuas era desconocida, pero su enorme altura y su colocación sobre llanos y colinas multiplicaban las posibilidades a la vez que hacían imposible la probabilidad de que se diera un lienzo como aquel. Enturbiadas por el humo y el viento caliente. Las tres estatuas casi se superponían, pero estaban representadas de tal forma que casi parecían estar plasmadas sobre un fresco o un mural, y no al aire libre.

Pasaron unos minutos esperando tanto a que el joven se recompusiera como a que volvieran a sucederse los sonidos de batalla, pero esto no ocurrió, ante lo cual todos volvieron a retomar el camino silenciosamente.

Al caer la noche, una vez más tres campamentos fueron montados muy cerca los unos de los otros, pero en algún momento el joven se acercó a ellos y les dijo que si necesitaban ayuda o lo que fuera, que contaran con él, que no le importaba ayudarles. Su abuelo se lo agradeció educadamente y lo invitó a pasar la noche con ellos, ante lo cual el joven, claramente necesitado de compañía, aceptó sin dudarlo.




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