Renacer de Vicky

Capítulo 1: El cumpleaños.

Me llamo Catalina María Victoria, pero la mayoría me conoce simplemente como Vicky. Porque seamos sinceros, ese nombre tan largo parece sacado de una telenovela de época, y nadie tiene tiempo para andar pronunciándolo completo. Mi madre, que en paz descanse, tuvo la brillante idea de bautizarme así, como si pensara que me iba a pasar la vida caminando por pasillos de un palacio con un vestido de crinolina. Pero no le dio tiempo de usarlo mucho; falleció cuando yo tenía cinco años, dejándome con un padre que, aunque eficaz en los negocios, era distante y muy ocupado. Él se encargó de que no me faltara absolutamente nada… al menos en lo material. Para él, el amor se medía en tarjetas de crédito sin límite y caprichos a la carta. Y yo, por supuesto, crecí convencida de que la felicidad llegaba envuelta en cajas con lazos y logos de lujo.

Hoy cumplo 25 años. ¡Un cuarto de siglo! Aunque decirlo así suena como si estuviera a punto de pedir una cita para un estiramiento facial. Tranquila, Vicky, que la edad es solo un número, y más si puedes pagarte los mejores tratamientos anti-edad. Mis amigas, con su estilo tan pragmático, siempre han dicho: "La vida es para disfrutarla, y si tienes dinero, disfrútala en grande". Así que, siguiendo su filosofía, he organizado una fiesta en Ibiza que promete ser tan deslumbrante como superficial. ¿El plan? Un yate enorme con todos los lujos, un paseo en compañía de chicos guapos y, por supuesto, mucho champán.

Mi padre no puso pegas para financiarlo todo e ingresó una suma considerable en mi cuenta, aunque, como siempre, aderezó su generosidad con una charla sobre cómo debería estar "madurando", no gastar tanto y empezar a interesarme más por los negocios. ¡Por favor! Estudié Economía y ADE solo para cumplir con su expectativa de hija ejemplar, pero si cree que voy a malgastar mi juventud entre balances y reuniones, es que no me conoce nada. Mi verdadera vocación es planear eventos fabulosos, no gestionar una empresa.

La fiesta arrancó como debía: luces doradas que harían palidecer a un atardecer en la Riviera, música que hacía temblar hasta los tacones más altos, y risas que flotaban en el aire como burbujas de champán. Mis amigas estaban allí, claro, todas perfectamente vestidas, listas para las fotos que inundarían sus redes. Nos entendemos bien: ellas necesitan contenido y yo necesito que mi fiesta parezca más exclusiva de lo que ya es. Todo un win-win.

Ah, y Toni, mi novio oficial, también estaba. Es guapo, inteligente y educado, aunque con un origen más modesto, lo que siempre le añade un toque exótico en mi círculo. No es que esté pensando en casarme con él ya, pero oye, alguien tiene que acompañarme a todas estas fiestas.

Entre brindis y selfies, me sentía la reina de la noche. Estaba lista para la gran “sorpresa”. Habían traído de la tierra firme directamente al yate una enorme tarta de cumpleaños, y cumpliendo mis órdenes al pie de la letra, empezaban a echar los fuegos artificiales. Yo, con la copa de champán rosado en mano y una cara de asombro perfectamente ensayada, porque todos tenían que decir "cumpleaños inolvidable" como en un video viral en slow-motion. Todo estaba calculado para ser el momento más épico de la noche. ¿Qué podría salir mal?

Pues, como suele pasar cuando te crees dueña del mundo, algo sale mal. Justo cuando iba a soplar las velas doradas, lo vi: una figura fuera de lugar en este espectáculo de lujo. Era el secretario de mi padre, ese tipo que parece sacado de un manual de oficina de los años 50, con su traje gris perfectamente planchado y su cara de palo. ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Nadó desde la costa o llegó con la tarta en el dron?

Al principio pensé que se trataba de una broma o que se había perdido buscando algún congreso de contabilidad, pero su cara me decía que la cosa era seria. Mientras mis amigas cuchicheaban y mi novio se acercaba con esa expresión de “¿y este quién es?”, el secretario me miró fijamente, con su eterna cara de “esto es importante, señorita”.

—Señorita Vicky —dijo con ese tono que podría secar hasta una piña colada—, necesito hablar con usted. Es urgente.

—¿Urgente? —respondí con una mezcla de incredulidad y fastidio—. ¿No puedes esperar? Estoy un poquito ocupada aquí.

Puse mi mejor cara de felicidad, me incliné ligeramente para las fotos, soplé las velas y, sin prestar mucha atención al hombre, empecé a recibir las felicitaciones. El secretario no se inmutó. Creo que en su vida jamás ha entendido el concepto de diversión. Continuó, mirando de reojo la escena como si fuera testigo de algún ritual pagano.

—Es sobre su padre. Necesita regresar a Madrid inmediatamente —dijo, elevando la voz lo justo para que pudiera escucharlo.

Y ahí, en medio de todo el glamour y la frivolidad, sentí cómo se me encogía el estómago. Las luces, la música y la alegría repentina se desvanecieron. Mi padre siempre había sido la figura indestructible en mi vida y no podía imaginar que algo grave le pudiera pasar. Más bien pensé que había inventado todo esto para fastidiarme.

—¿Qué ha pasado? —pregunté, ahora con un tono que revelaba mi creciente preocupación.

El secretario bajó la voz y se acercó, como si me fuera a revelar un secreto de Estado.

—Su padre ha tenido un problema serio de salud. Necesita hacerse cargo de la situación.

¿“Hacerse cargo”? ¿Yo? Si lo único que he cargado en mi vida es un bolso de marca. Todo esto me sonaba surrealista, como si alguien hubiera cambiado el guion de mi vida sin avisarme. Mis problemas solían ser del tipo "el vestido no llegó a tiempo" o "el cóctel no está suficientemente frío", no este tipo de drama familiar.

—No entiendo por qué tengo que ir yo —dije, cruzándome de brazos como una niña mimada, porque aún no entendía la gravedad de la situación—. ¿No hay alguien más que pueda arreglar esto?

El secretario me miró como si acabara de sugerir que voláramos a la luna en patinete.




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