Las lágrimas corrían por mis mejillas mientras la frustración y el cansancio me envolvían como una pesada manta. La casa, fría y desolada, parecía amplificar la desdicha que sentía en mi interior. No podía evitar la sensación de que este lugar, con sus paredes deterioradas y un techo al borde del colapso, reflejaba a la perfección el caos en que se había convertido mi vida.
Me había quedado sin el amor y la protección de mi padre, había perdido la casa en la que crecí, mi novio me dejó por otra en cuanto supo que estaba en bancarrota, me picaron las abejas, robaron las ruedas de mi coche, y para colmo, ni siquiera tenía una comida decente. ¿Qué más podía pasarme? ¿La muerte? Una parte de mí casi deseaba que algo más sucediera, como si el dolor pudiera convertirse en algo tangible que pudiera enfrentar y superar, en lugar de este vacío asfixiante.
Perdida en mis pensamientos catastróficos y en el eco de mis sollozos, no noté cuando la puerta principal se abrió ni el sonido de las botas sobre el suelo de madera. Solo cuando escuché la pregunta más absurda del mundo me di cuenta de que no estaba sola.
—¿Por qué lloras?
Me sobresalté y levanté la vista para encontrarme con Víctor, que me observaba desde la entrada con una expresión indescifrable. Había algo en sus ojos que me desconcertaba, una mezcla de curiosidad y preocupación que no esperaba de alguien como él.
—¿Qué haces aquí? —pregunté rápidamente, intentando limpiar mis lágrimas con la manga de mi blusa, como si eso pudiera borrar la evidente tristeza en mi rostro. Me sentía expuesta, vulnerable, y odiaba esa sensación.
Víctor se quedó inmóvil por un momento, como si no supiera si debía retroceder o acercarse. Finalmente, decidió quedarse.
—Pensé que encontraría a Pablo aquí —dijo con tono neutro—. Necesitaba pedirle unas herramientas, pero no esperaba encontrarte… así.
“Así”, repetí en mi mente, como si estuviera describiendo a un animal herido. Genial. Justo lo que necesitaba, que él me viera en uno de mis peores momentos. Pero, ¿qué esperaba realmente? ¿Qué me dejara sola en esta situación tan lamentable?
—Eché a tu Pablo de aquí —dije con la voz quebrada, tratando de mantener algo de dignidad—. Así que vete a buscarlo a otro lado.
Víctor no me hizo caso y se acercó lentamente, sus ojos recorrieron la estancia hasta detenerse en las galletas de centeno y la botella de agua sobre la mesa. Levantó una ceja, claramente divertido por la miserable escena que se presentaba ante él.
—¿Este es tu almuerzo? ¿Eres de esas veganas? —preguntó, intentando ocultar una sonrisa.
—Lo era, hasta que descubrí que estas galletas podrían usarse como armas en caso de emergencia —respondí encogiéndome de hombros, tratando de forzar una sonrisa. No quería que me viera más vulnerable de lo que ya estaba, pero al mirarlas, no pude contenerme y las lágrimas brotaron de nuevo. ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Cómo había llegado a este punto? La vergüenza y la desesperación se mezclaban, formando un nudo en mi garganta.
—¿Por qué viniste aquí? Este no es tu lugar. — preguntó Víctor.
—Porque no me queda nada más —sollocé—. Perdí todo, solo me quedó este maldito pazo, solo estas ruinas.
Víctor me miró en silencio, sus ojos suavizándose con una comprensión inesperada. Parecía que estaba luchando con algo dentro de sí, como si quisiera decir algo, pero no supiera cómo empezar. Finalmente, se acercó un poco más y, en lugar de hacer preguntas o darme un discurso, se limitó a hablar con suavidad.
—¿Sabes? Nadie debería tener que comer eso —dijo señalando las galletas de centeno con un gesto de la cabeza—. Sobre todo, cuando… uno pierde todo.
Lo miré, confundida, mientras él rebuscaba en su mochila. Al cabo de un momento, sacó un pequeño paquete envuelto en papel de aluminio y me lo tendió.
—Esto es para ti. No es mucho, pero seguro que es mejor que esas galletas.
Lo miré, parpadeando para aclarar mi visión empañada por las lágrimas. Lentamente, tomé el paquete y lo abrí. Dentro había un sándwich simple pero generoso, con un pan crujiente y relleno de ingredientes frescos. Jamón, queso y algo de lechuga y tomate asomaban por los bordes. El aroma hizo que mi estómago gruñera de inmediato, recordándome lo hambrienta que estaba.
—¿Es tu almuerzo? —pregunté, sorprendida por el gesto.
Víctor asintió con una sonrisa apenas perceptible en los labios.
—No es un banquete, pero pensé que te gustaría algo más... decente —dijo, encogiéndose de hombros como si quisiera restarle importancia al acto.
—¿Y tú? —pregunté, con una duda genuina en la voz. Había algo en su expresión que me hacía pensar que no estaba acostumbrado a compartir, y menos con alguien como yo.
—No te preocupes —respondió con una leve sonrisa—. Ahora voy a arreglarle el regadillo a Maruja. Ella siempre tiene algo para comer, no me moriré de hambre.
Víctor se dio una vuelta, como si fuera a salir, pero justo antes de llegar a la puerta, se detuvo. Parecía debatirse internamente por un segundo, hasta que finalmente se giró hacia mí con una expresión algo más seria.
—Sabes, no suelo invitar a nadie a mi casa —dijo, su voz más baja, como si estuviera revelando un secreto—, pero veo que te hace falta. Así que… si quieres, puedes pasar otra noche en mi casa.
Me quedé mirándolo, sorprendida por la oferta. Era inesperada y, en cierto modo, reconfortante. Algo en su tono, en la forma en que lo dijo, hizo que el peso en mi pecho se aligerara un poco. ¿Por qué me ofrecía esto? ¿Sentía lástima por mí o había algo más detrás de sus palabras? La duda cruzó por mi mente, pero decidí no cuestionarlo demasiado en ese momento.
Víctor, quizás percibiendo mi incertidumbre, añadió rápidamente:
—No es gran cosa, pero al menos tendrás un techo decente sobre tu cabeza y una cama cómoda. Y quién sabe, tal vez te anime un poco estar en un lugar más... acogedor.
Sin esperar una respuesta, me dedicó una última mirada antes de salir por la puerta, dejándome sola con mis pensamientos y con el suave eco de su oferta resonando en mi mente.