Después de despedirme de Mar en el pueblo, caminaba por el sendero de vuelta al Pazo, absorta en mis pensamientos. No podía dejar de darle vueltas a si debería aceptar la invitación de Víctor para pasar una noche más en su casa o quedarme en el Pazo. Lo último que quería era parecer necesitada, pero entre el polvo, las telarañas y el frío del lugar, la idea de una cama decente y una ducha caliente se hacía cada vez más tentadora. Quizá solo una noche más no estaría mal... ¿o sí?
Estaba tan absorta en mi debate mental que no vi lo que se me venía encima. Un cacareo estridente me sacó de golpe de mis pensamientos. Antes de que pudiera reaccionar, una gallina salió disparada hacia mí, con las plumas alborotadas como si acabara de escapar de un tornado.
—¡Ahhh! —grité, intentando esquivarla, pero fue inútil.
La gallina, en un acto de desesperación digno de una película de acción, saltó y, ¡zas!, aterrizó directamente en mis hombros.
—¿Qué demonios...? —exclamé, mientras la gallina aleteaba como si fuera su última carrera en la vida. Mis piernas querían moverse, pero no pude. Estaba clavada en el suelo, intentando de sacar esa bola de plumas con ojos saltones de mi pelo.
Entonces, como si la escena no fuera ya lo suficientemente surrealista, un hombre bastante viejo, pero robusto apareció corriendo tras la gallina, con el rostro rojo y, lo que es peor, un hacha en la mano. ¡Un hacha!
—¡Eh, eh! ¡No te asustes! —gritó él, y yo instintivamente apreté más a la gallina contra mí, como si eso pudiera protegerme de lo que sea que este loco estuviera planeando.
—¡¿Qué haces con esa hacha?! —pregunté, con la voz temblorosa, mientras mi mente procesaba las dos únicas palabras que realmente importaban: "hacha" y "corre".
El hombre, aun jadeando, levantó una mano en señal de paz, como si eso pudiera calmarme.
—Nada malo, mujer, no te preocupes. Solo vengo a por mi gallina. —Me señaló al animal, que ahora me miraba con ojos llenos de pánico, como si también supiera lo que se avecinaba—. Ya no pone huevos. Pensaba hacerla caldo. Anda, devuélvemela.
—¡¿Caldo?! —exclamé, horrorizada, mientras abrazaba aún más fuerte a la gallina. Parecía que ahora estaba más dispuesta a quedarse conmigo que a volver con su dueño—. ¡¿Vas a matarla?! —grité, incapaz de ocultar el terror en mi voz. No por la gallina en sí, sino por la imagen del hombre sosteniendo un hacha con tanta naturalidad. A mí esas cosas me daban miedo.
El hombre me miró, desconcertado, como si acabara de ver un rinoceronte.
—Pues claro —dijo encogiéndose de hombros—. ¿Qué otra cosa voy a hacer con ella? Ya no sirve para nada. Es vieja, ya no pone huevos... —Se rascó la cabeza—. Gasta más pienso del que vale. Así que lo más práctico es hacerla caldo, como se ha hecho toda la vida.
Miré a la pobre gallina, que ahora se había acurrucado en mis brazos, temblando ligeramente. Parecía entender perfectamente lo que estaba en juego. Sus ojos saltones y su respiración entrecortada me dieron una oleada de compasión. ¿Cómo alguien podía ser tan insensible?
—¡No puedes matarla! —exclamé, abrazándola como si fuera mi propia mascota—. ¡Es un ser vivo! ¡Tienes que respetar su vida! —La moralidad brotó en mí de un modo inesperado. Quizá me estaba proyectando un poco, después de todo. ¡El pobre animal solo estaba viviendo su retiro en paz!
El hombre me miró como si hubiera perdido la cabeza.
—¿Un ser vivo? —repitió, incrédulo—. Pero si es una gallina. ¡Una gallina vieja! —Alzó las manos, aun sosteniendo el hacha, y se dio cuenta de que eso no ayudaba a su causa—. Quiero decir... no es como si fuera un perro o un gato. Es... solo una gallina. Ya ha cumplido su ciclo.
—¡Eso no te da derecho a matarla! —insistí, sintiendo un impulso repentino de justicia animal. La gallina me miró, claramente sintiendo que algo estaba cambiando a su favor. Ahora había decidido no solo sobrevivir, sino ser parte de mi vida.
El hombre, al ver que mi mirada no flaqueaba, bajó el hacha y suspiró.
—Mira, esta gallina ya no vale nada. Y, francamente, tampoco tengo espacio para mantener a animales que no producen. —Se rascó la barba mientras estudiaba la escena—. Además, no sé por qué estás tan alterada. Es solo una vieja gallina. ¿Qué vas a hacer con ella tú, una forastera que ni siquiera parece del campo?
Eso me golpeó. No podía discutir con él en ese aspecto; de hecho, yo tampoco tenía ni la menor idea de qué iba a hacer con la gallina. Pero no podía dejarla morir solo porque el hombre necesitaba sopa.
Intenté otra táctica, tratando de mantener la calma.
—Te la compro —dije, desesperada por encontrar una solución. Sabía que era una idea absurda, pero, ¿qué más podía hacer?
El hombre parpadeó varias veces, claramente desconcertado.
—¿Comprarla? —repitió, mirándome como si le hubiera propuesto venderle una cabra en lugar de una gallina vieja—. Pero si está más acabada que el arado de mi abuelo. No pone huevos, no hace nada de provecho…
—¡No me importa! —respondí rápidamente. La gallina emitió un cacareo como si supiera que estaba negociando su libertad. Mi determinación creció aún más—. ¡Dime cuánto quieres por ella!
El hombre se rascó la cabeza de nuevo, con el hacha aún en la mano, lo cual no me tranquilizó.
—Bueno... —dijo tras un rato—. Si tanto te interesa, por cinco euros es tuya. Pero te advierto: no vale ni eso.
—¡Trato hecho! —grité, sacando los cinco euros de mi bolsillo como si estuviera haciendo la transacción más importante de mi vida. Con una mano sosteniendo la gallina y la otra sacando el dinero, le di el billete. El hombre, sorprendido pero satisfecho, se guardó el dinero y guardó el hacha, lo que me hizo suspirar de alivio.
—Hay que vivir para ver esto —dijo encogiéndose de hombros.
Miré a la gallina, que ahora me observaba con ojos que parecían llenos de gratitud, o tal vez solo hambre. "Vaya suerte la tuya", pensé. "Si supieras que ni yo sé qué hacer con mi vida…"