El plan estaba en marcha. Mientras caminaba hacia la casa de Víctor, sosteniendo a la gallina bajo el brazo, me repetía una y otra vez que todo esto tenía sentido. Claro que sí. Rescaté a un animal en apuros, lo más lógico era buscar ayuda de alguien con más experiencia en la vida rural, un veterinario, ¿no? No estaba yendo a la casa de Víctor porque no podía resistir la tentación de estar cerca de él, no, claro que no. Era por la gallina.
—Ya verás —le dije al animal, que me observaba con sus ojos inexpresivos mientras cacareaba suavemente—. Esto será muy bueno para ti. Solo una pequeña conversación y nuestro futuro, por lo menos para esta noche, será arreglado.
El sonido de mis pasos resonaba en el sendero de grava que llevaba hasta la casa de Víctor. Mi mente jugaba con distintos escenarios posibles, desde los más optimistas (Víctor aceptando con una sonrisa y diciéndome lo increíble que soy por salvar a la gallina), hasta los más catastróficos (Víctor riéndose de mí por presentarme en su puerta con una gallina). Me estremecí al imaginar su cara si eso ocurría.
Cuando llegué a la entrada de su casa, mi nerviosismo aumentó. ¿Qué estaba haciendo? ¡Parecía una loca! Una mujer de ciudad con una gallina bajo el brazo, pidiendo ayuda como si eso fuera lo más normal del mundo. Me debatí entre darme la vuelta o seguir adelante. Pero antes de que pudiera reconsiderarlo, la puerta se abrió de golpe, y ahí estaba él. Víctor, con su pelo algo despeinado, su camisa medio desabotonada y esa expresión de sorpresa que nunca sabría si era por verme a mí o a la gallina.
—Vicky… —dijo, mirando primero a mí y luego al animal—. ¿Qué... qué es eso?
—Hola, Víctor… —saludé nerviosamente, intentando sonar tranquila—. Eh… verás, hay una pequeña historia detrás de esto.
Él arqueó una ceja, claramente divertido por la escena.
—No te preocupes, no es tan raro como parece —dije—. Bueno, en realidad, sí lo es, pero tiene una explicación totalmente razonable.
Víctor cruzó los brazos, apoyándose en el marco de la puerta como si estuviera esperando que soltara la bomba.
—¿Razón? —preguntó, mirando a la gallina, que en ese momento decidió cacarear, como si quisiera llamar aún más la atención—. Estoy intrigado. Adelante.
Tragué saliva. Era ahora o nunca.
—Bueno... Esta tarde tuve un encuentro inesperado —comencé, sonriendo nerviosamente—. Estaba volviendo al Pazo, y de repente, esta gallina apareció de la nada, corriendo hacia mí como si estuviera escapando de… de un destino horrible. El hombre que la perseguía quería matarla para hacer caldo porque ya no pone huevos, pero no pude dejar que lo hiciera. Así que la compré por cinco euros y la traje conmigo. El problema es que… —Hice una pausa, buscando las palabras adecuadas—. No sé nada sobre gallinas, y en Madrid no puedo tenerla. Pensé que tú, con tu casa y tu experiencia, podrías… quedártela un tiempo. Solo hasta que encuentre una solución más permanente.
Víctor me miró fijamente, intentando procesar toda la información que acababa de soltar. Durante unos segundos, no dijo nada, lo que me hizo sentir aún más torpe de lo que ya me sentía. Sentí mis mejillas arder. Era imposible no sentirme tonta en ese momento, pero su sonrisa era desarmarte.
—¿Compraste una gallina vieja? —dijo finalmente, con una sonrisa divertida que luchaba por no convertirse en risa abierta—. ¿Y ahora quieres que yo me haga cargo?
—Bueno, cuando lo dices así… —murmuré, bajando la mirada y sintiendo el calor en mis mejillas—. Es que no sabía a quién más acudir. No podía dejar que la mataran solo porque ya no pone huevos. Mírala, es una superviviente —agregué, levantando ligeramente a la gallina como si fuera un trofeo.
Víctor se rió, sacudiendo la cabeza. Me hizo un gesto para que entrara en la cocina.
—Pasa. Me temo que no tengo un gallinero, pero… ya veremos qué hacemos con ella.
Suspiré de alivio y entré en la casa, con la gallina aún bajo el brazo. La casa de Víctor olía a calor humano, algo rico y a café recién hecho, un contraste tan grande con el Pazo que me dieron ganas de quedarme allí para siempre. Me acomodé en el salón, mientras él desaparecía por un momento para traer una caja de cartón.
—Lo mejor será que la dejemos aquí, en esta caja, de momento —dijo, colocando la caja en el suelo cerca de una ventana—. No parece muy problemática, ¿no?
—Oh, créeme, es un ángel comparado con el perro de mi amiga —dije, intentando romper la tensión con un chiste.
Víctor se echó a reír, y me di cuenta de lo relajada que me sentía allí. ¿Era posible que hubiera olvidado por completo lo ridículo de la situación? La gallina cacareaba suavemente desde su nueva caja, como si estuviera más que satisfecha con su cambio de destino.
—Bueno, la gallina se queda —dijo finalmente Víctor, y añadió con una sonrisa traviesa—. Ahora vamos a cenar. Por cierto, he preparado una tortilla. Espero que tu amor por los animales no te impida comerla.
—Bueno… —comencé, buscando una salida elegante para no parecer una tonta perdida—. Digamos que mi deseo de salvar la gallina no tiene nada que ver con comer tu tortilla.
Víctor sonrió, como si entendiera perfectamente lo que estaba diciendo, aunque no lo dijera en voz alta. Me ofreció un trozo grande de tortilla y acercó un bol con ensalada de lechuga y tomates.
—Gracias —dije, dándole un mordisco a la tortilla—. De verdad.
—De nada. Supongo que las cosas se ponen más interesantes contigo cerca —dijo con una sonrisa, antes de añadir—. Aunque no me imaginé que involucraría aves de corral.
"Suerte la tuya", pensé. Reímos juntos, y por un instante, el peso de las preguntas sobre mi futuro, el Pazo y todo lo demás desapareció. Allí, en la casa de Víctor, con una gallina jubilada a nuestros pies, todo parecía estar bien.
Sin embargo, no todo fue tan perfecto como esperaba. Mientras cenábamos, delante de la ventana abierta pasó Nieves. Sentí un ligero nudo en el estómago cuando la vi detenerse al oír nuestras risas. No podía culparla, pero su mirada... Ella se acercó más, con el ceño fruncido.