—¡Así se habla! —exclamé con alegría por dos razones. Primero, porque Mar se quedaba conmigo en el Pazo y, segundo, ¡porque había ayudado a una mujer a tomar una decisión importante! Reeducar a un hombre es un trabajo duro, pero me sentía como una especie de heroína del feminismo rural.
Sin embargo, mi momento de gloria fue interrumpido por Mar, quien, como siempre, tenía los pies bien plantados en la realidad.
—No te adelantes con las risas —me dijo con su tono habitual—. Lo de la luz y las tuberías... Aparte de mi marido, solo Víctor entiende de eso. Tienes que ir a buscarlo y pedirle que te ayude, mientras yo intento encender esta cocina de hierro vieja. A ver si tenemos suerte y la chimenea no está atascada.
—¿Víctor? —repetí, como si no hubiera oído bien. Era la última persona a la que quería tener que pedirle un favor ahora mismo.
—Sí, porque mañana es sábado y ningún técnico de la ciudad va a venir a arreglarte las cosas —dijo Mar, sacudiendo la cabeza como si fuera lo más obvio del mundo.
—¿Y si les pago más? —intenté, aferrándome a una pequeña esperanza.
—Da igual, cuando la gente descansa, no trabaja para extraños —me contestó Mar con ese tono de "esto es así, lo aceptas o no".
—¿Cómo? —pregunté, sin entender el concepto. En la ciudad, si pagabas, siempre encontrabas a alguien dispuesto a trabajar.
—A ver, Vicky —suspiró Mar, como si hablara con una niña—. Aquí, de lunes a viernes, trabajan en lo suyo, pero los fines de semana los dedican a sus casas o a la familia. No encontrarás a nadie que te ayude un sábado. Tienes que ir a Víctor, él ayuda a todos, porque no tiene familia aquí.
No podía creerlo. Yo, pidiéndole ayuda a Víctor otra vez. Ya me imaginaba su sonrisa burlona cuando le explicara que necesitaba ayuda con las tuberías y la luz. ¡Me iba a caer una broma tras otra, eso seguro!
—Pero... —intenté protestar, buscando una salida para evitar ese trago amargo.
—No hay peros, Vicky. Si quieres agua y luz en este Pazo, necesitas a alguien que sepa lo que hace. Y ahora mismo, Víctor es tu mejor opción. Anda, ve, que la casa no se va a arreglar sola.
Resoplé, resignada. A veces la vida rural te lanza retos que ni en tus peores pesadillas urbanas podrías imaginar.
Salí del Pazo con paso decidido, aunque por dentro me carcomían los nervios. No sabría explicar exactamente qué me pasaba. Era como si me hubiera dividido en dos personas. Una parte de mí estaba dispuesta a pedirle ayuda a Víctor, mientras que la otra lo último que quería era siquiera cruzarse con él, mucho menos rogarle por algo. Mientras avanzaba hacia el pueblo, intentaba animarme a mí misma. "Es solo un favor", me repetía. "¿Por qué me debería afectar tanto pedirle un favor a ese hombre? No tiene importancia. Él ayuda a todo el mundo. Claro, peor sería quedarme sin agua ni luz".
Cuando llegué a la calle principal, lo vi. Estaba justo frente a la tienda de Nieves, con las manos en los bolsillos, mirando al suelo, como si esperara a alguien. Me detuve en seco. ¿Estaba esperando a Nieves? De repente, sentí un calor incómodo en la cara. ¿Y si me veía y pensaba que lo estaba espiando? O peor, ¿y si Nieves aparecía en cualquier momento y me encontraba ahí, plantada como una espía torpe?
Respiré hondo, decidida a seguir adelante con mi plan, aunque mi otra mitad empezaba a ofrecerme todo tipo de excusas para darme la vuelta. Pero Víctor levantó la vista y me vio. Por un segundo, pensé en darme la vuelta y fingir que no lo había visto, pero ya era demasiado tarde.
—¿Vicky? —saludó con una sonrisa. –¿Estás otra vez por aquí?
—Hola, Víctor —dije, intentando sonar natural, aunque mi tono probablemente delataba mi incomodidad.
—Hola, ¿Qué haces aquí? —preguntó, aun sonriendo.
Miré rápidamente hacia la tienda de Nieves, como si de alguna manera fuera a aparecer un cartel luminoso explicando su situación sentimental. Yo no estaba celosa... ¿o sí?
—Yo... bueno, estaba por el pueblo y pensé en... —empecé a balbucear, buscando las palabras adecuadas, pero lo que salió fue, —preguntarte por mi gallina.
Víctor arqueó una ceja, claramente confundido.
—¿Gallina? —repitió, como si me hubiera escuchado mal.
—Sí, la que te dejé cuando me fui a Madrid —aclaré, y como para salvar la situación, añadí otra tontería—. Ahora que estoy aquí, quería verla.
Víctor soltó una pequeña carcajada. Yo, por dentro, me preguntaba por qué demonios había sacado a relucir la dichosa gallina. ¡No vine por una gallina! ¡Vine por agua y luz!
En ese momento, la puerta de la tienda se abrió, y salió Nieves, más inesperada para mí que una tormenta en un día soleado. Se acercó rápidamente a Víctor, lo agarró del brazo como si fuera una declaración pública de su pertenencia, y con una sonrisa venenosa, dijo:
—No esperaba verte por aquí, Vicky —dijo Nieves, enfatizando mi nombre con una dulzura exagerada que no se correspondía en absoluto con la mirada que me lanzaba.
—Pues desde ahora vas a verme muy a menudo, decidí pasar una temporada en el Pazo —respondí, levantando la barbilla con aire de autosuficiencia. Luego, dirigiéndome directamente a Víctor y con un valor que apareció de algún lado, añadí—. Por eso necesito un favor tuyo, Víctor.
Nieves apretó el brazo de Víctor como si intentara fundirse con él, sus ojos fulminantes, y a él se le tensaron los hombros.
—¿Un favor? —interrumpió Nieves, con una nota de reproche—. No sabía que ahora andabas haciendo trabajos a domicilio para los turistas, Víctor. ¿O es que a algunas les haces excepciones?
Víctor, incómodo, hizo una mueca y evitó mirarme a los ojos.
—Oh, no te preocupes, Nieves, no soy una turista —dije con una sonrisa que sabía que la pincharía—. Vine para quedarme en el Pazo. Solo necesito que Víctor me eche una mano con unos problemillas... cosas de tuberías y electricidad, ya sabes, trabajos de hombre.
Nieves soltó una risita forzada, aunque sus ojos ya no tenían rastro de humor.