Cuando me acerqué a la casa, vi a Víctor parado en el umbral, apoyado en una de las columnas, con los brazos cruzados sobre el pecho. Su expresión seria y la forma en que me miraba me dejaron claro que algo no estaba bien, pero no entendí por qué motivo.
—¿Víctor? Hola —dije, intentando sonar casual mientras le ofrecía una sonrisa—. Pensé que no vendrías hoy.
—Te vi hablando con David Muñoz—dijo él con su voz teñida de una tristeza inesperada.
—Sí, pero ¿qué pasa con eso?
Por un momento, pensé que estaba celoso. La posibilidad incluso me hizo sonreír, pero la respuesta de Víctor fue muy distinta a lo que esperaba.
—No te metas con él.
—¿Por qué? —pregunté, sorprendida por su tono.
—Es un estafador y un vendedor ambulante —respondió Víctor, claramente enfurecido.
Solté una pequeña risa, intentando quitarle hierro al asunto. El enojo de Víctor me resultaba un tanto exagerado, casi cómico.
—¿En serio? No lo creo —dije, burlándome un poco—. Me pareció bastante normal, educado, cortes incluso.
—La cortesía no es un indicador de nada. ¿Qué quería de ti? —su voz se endureció, y su mirada me atravesaba.
—Quiere comprar mi pazo —respondí, intentando no darle más importancia de la que creía que merecía.
El rostro de Víctor se tensó aún más y, antes de que pudiera reaccionar, me agarró por los hombros con firmeza.
—No te equivoques, no vendas el pazo —exclamó con una mezcla de urgencia y desesperación en los ojos.
Me zafé de su agarre, ofendida por su actitud autoritaria.
—¿Por qué diablos me dices qué hacer con mi propiedad? —estallé, sintiendo cómo la ira subía por mi pecho—. ¡Puedo decidir sola lo que quiero hacer, Víctor!
—¡Tienes que entenderlo! No es solo una venta —replicó, cada vez más alterado—. ¡Claro que a ti te da igual a quién se lo vendas, pero a nosotros no! Al pueblo importa mucho quien será dueño del Pazo.
—¡A mí no me importa! Si me pagan, lo vendo. —grité, furiosa, al darme cuenta de que su preocupación no tenía nada que ver conmigo, sino con ese maldito terreno—. ¡No tengo de qué vivir, Víctor!
Él me miró con incredulidad, y su tono se volvió frío, casi burlón.
—¿Que no tienes de qué vivir? —preguntó con una risa amarga—. Tienes tres hectáreas de terreno, viñedos, un jardín, una casa enorme... ¿y dices que no tienes nada?
—¡Son ruinas! —exclamé, perdiendo la paciencia.
—¡Ah! —dijo él, con sarcasmo—. Entonces solo di que no quieres trabajar. Te has acostumbrado a vivir de lo que ya está hecho. ¿A que no has trabajado un solo día en tu vida?
Sus palabras fueron como una bofetada. Lo miré, atónita, luchando por no perder el control. Sentí un nudo en la garganta, pero me negaba a llorar delante de él.
—¡Eres un aburrido, un simple pueblerino que no entiende nada! —exclamé, frenando el impulso de abofetearlo. La rabia me consumía. ¿Quién se creía que era para juzgarme así?
—¿Qué haces aquí, de todos modos? ¿Por qué viniste? ¿No tienes otra cosa que hacer que fastidiarme? —espeté, furiosa.
Víctor respiró hondo antes de contestar, visiblemente más calmado.
—Vine a terminar lo que no pude acabar ayer —respondió en un tono más bajo, casi derrotado.
—¡No hace falta! ¡Ya no necesito tu ayuda! —mentí, porque sabía que lo que menos quería era estar sola con todos los problemas de la casa, pero no podía aceptar sus favores—. ¿Cuánto te debo por el trabajo? —añadí con sarcasmo, mientras buscaba mi billetera en el bolso con movimientos bruscos.
Víctor me miró con decepción, como si acabara de darse cuenta de algo.
—Pensé que eras diferente, pero veo que... —hizo un gesto de desdén con la mano, dejando la frase sin terminar.
Los pasos firmes de Víctor resonaron en el suelo de piedra mientras se alejaba, y en ese momento sentí que todo el aire había salido de mis pulmones. Me quedé ahí, parada, mirando hacia la puerta por donde acababa de desaparecer, con una mezcla de rabia, frustración y... algo más que no quería admitir.
De repente, escuché unos pasos suaves detrás de mí.
—¿Qué ha pasado? —La voz de Mar me sacó de mi trance. Apareció en el umbral, con una ceja levantada y una mirada de preocupación.
—Nada, no te preocupes. —dije rápidamente, intentando sonar más calmada de lo que me sentía. Pero mi voz me traicionó; el temblor era evidente.
Mar no parecía convencida y echó una mirada fugaz hacia la puerta por donde se había ido Víctor.
—¿Por qué se fue Víctor? ¿Se pelearon? —insistió, cruzando los brazos. Era evidente que no iba a dejarlo pasar.
Solté un suspiro largo, tratando de liberar la tensión acumulada. La rabia seguía bullendo en mi interior, pero la presencia de Mar me obligaba a mantener cierta compostura.
—Pues... sí. —admití, pasando una mano nerviosa por mi cabello—. Discutimos. Bueno, más bien, él empezó a gritarme sobre no vender el pazo, y yo... le grité de vuelta. No tiene derecho a decirme qué hacer con mis cosas.
Mar me observó en silencio por un momento, como si estuviera analizando cada palabra.
—Ah... ya veo —murmuró finalmente, y una pequeña sonrisa asomó en la comisura de sus labios—. Y, ¿por qué te importa tanto que te dijera eso?
—¿A mí? —solté una risa nerviosa—. No me importa. Solo... estaba siendo un mandón. Yo puedo tomar mis propias decisiones, ¿sabes? No necesito que nadie venga a decirme qué hacer. No permito que un hombre me mande.
Mar se acercó un poco más, con esa expresión que indicaba que sabía más de lo que yo estaba dispuesta a admitir.
—Vicky, conozco a Víctor desde hace años. Él no es del tipo que se mete en los asuntos de los demás... a menos que realmente le importe algo. O alguien.
—¡Por favor, Mar! —dije, sintiendo el calor subir a mis mejillas, molesta por la insinuación—. No es eso. Solo está preocupado por el pazo, no por mí. Lo único que le importa es que no lo venda a David Muñoz.
Mar respiró hondo antes de continuar, como si estuviera decidiendo cómo decirme algo delicado.