Renacer de Vicky

Capítulo 30: Falso dueño, nuevo capataz.

El sol del mediodía se filtraba por la ventana, cuando Mar entró bruscamente, golpeando la puerta con impaciencia.

—Vicky, despierta —me urgió—. Pablo está aquí. Quiere hablar contigo.

Me froté los ojos con desgana y me incorporé, aún tambaleante. ¿Pablo? ¿Qué demonios quería ahora? Desde el principio no había sido más que un farsante, haciéndose pasar por el dueño del Pazo para engañarme. Y, sin embargo, algo en la expresión de Mar me decía que esta visita no era casualidad. Me levanté a regañadientes, arrastrando los pies hacia la cocina.

Allí estaba Pablo, esperando en la puerta con las manos en los bolsillos y la mirada seria. Sus ojos reflejaban ahora una mezcla de preocupación y urgencia. Algo había cambiado, pero no estaba segura de qué.

—Sé que cometí un error, señorita Maroto —empezó antes de que pudiera reaccionar—. Fingí ser el dueño del Pazo, y lo lamento. No tengo excusa para lo que hice, pero… esto va más allá de mí. Afecta a todo el pueblo.

Lo miré con recelo, sin decidir si mandarlo a la mierda o dejarlo hablar. Algo en su tono, en la tensión de su postura, me hizo dudar.

—¿Qué es lo que quieres? —pregunté, cruzando los brazos para mantener el control.

—He oído que vas a vender el Pazo a David Muñoz.

Me sorprendió, no por las noticias, que volaban rápido en este pueblo, sino por el hecho de que este embaucador estaba visiblemente disgustado con la idea de que vendiera el Pazo a otro estafador.

—¿Y a ti qué te importa a quién se lo venda? —espeté.

—Sé que no te importa quién lo compre, pero Muñoz no es quien crees que es. Si él se queda con el Pazo, todo cambiará. —Su tono era casi conspirativo—. No lo quiere para restaurar la casa ni trabajar las tierras.

—¿De qué estás hablando? —respondí, aunque la verdad es que una parte de mí ya empezaba a sentir la incomodidad. Algo sobre David Muñoz me había parecido... raro.

—Viniste aquí sin saber nada —continuó Pablo, ignorando mi pregunta—. Y lo primero que hiciste fue decidir vender lo que te cayó del cielo. No te importa cómo viviremos después. ¿Tienes idea de lo que significa que este pueblo se convierta en un vertedero?

Su tono directo me hizo estremecer. Sabía que algo no cuadraba con Muñoz, pero nunca pensé que fuera tan grave. Aun así, no iba a darle el gusto de mostrárselo.

—¿Por qué me dices esto ahora? —traté de sonar firme, aunque mi nerviosismo era evidente—. ¿Por qué debería creerte después de todo lo que hiciste?

Pablo suspiró, y por primera vez vi algo en sus ojos que parecía genuino.

—Lo que hice fue por desesperación. Quería el Pazo, aproveche de él, sí, pero no para destruirlo. Si se lo vendes a Muñoz, este pueblo se irá al infierno. Y sé que, en el fondo, tú tampoco quieres eso.

Ahí estaba otra vez esa sensación. La incomodidad creciente de saber que, tal vez, estaba metida en algo más grande de lo que podía manejar. No sabía qué hacer. Parte de mí quería salir corriendo vendiendo mi legado y olvidarme de todo, pero había algo que me ataba a este lugar. Quizás fuera el Pazo, la historia de mi madre, o tal vez el miedo a equivocarme.

—¿Por qué crees que esto es cierto? —pregunté, intentando poner en orden mis pensamientos.

—Porque sé cómo opera Muñoz. El Pazo está en una ubicación perfecta para hacer un vertedero. Sospecho que quiere usarlo para eso. Si le vendes el Pazo, estarás entregándole las llaves para destrozar todo lo que queda de este lugar.

Me quedé sin aliento. Siempre había pensado que David Muñoz solo quería aprovecharse del terreno, construir casas o algo así. Pero ¿un vertedero? Era mucho peor de lo que había imaginado.

—¿Te haces pasar por el defensor del pueblo ahora? —le solté, más como un intento de reponerme que otra cosa—. ¿Qué, ahora soy la heroína de la historia y tengo que salvar el día?

Pablo me miró, incómodo, pero también parecía convencido de lo que decía.

—Señorita Maroto, si le vendes el Pazo a Muñoz, esto será el principio del fin para el pueblo. Antes, él pensaba que yo era el dueño. Le hice creer que lo había comprado de alguien en Madrid, y así se mantuvo alejado. Pero ahora que sabe la verdad...

—Ah, ya veo —respondí, fingiendo sorpresa—. ¿Te hacías pasar por el dueño para salvar el pueblo?

Me crucé de brazos, disfrutando de su nerviosismo. Pablo asintió, con una mezcla de vergüenza y orgullo.

—Sí, mientras él pensaba que estaba en manos de alguien del pueblo, no tenía motivos para actuar. Pero si lo vendes, vendrán problemas.

—¿Y por qué no fuiste a la Xunta para pedir protección para este lugar? —pregunté, buscando desesperadamente una salida fácil a esta situación.

—¿Qué les voy a decir? No era el propietario. Además, no soy idiota; no me voy a enfrentar solo a Muñoz ni a su familia. Nadie en el gobierno local se va a poner en su contra.

Lo miré con incredulidad. Ahora estaba claro que Pablo solo quería salvar su propio pellejo.

—Entonces, ¿qué esperas de mí? —sentía que me acorralaban en una situación de la que no veía escapatoria—. ¿Qué mantenga este sitio para salvar vuestro pueblo? No es mi problema.

—Solo te pido que no le vendas el Pazo a Muñoz —repitió, con una voz casi suplicante—. Si lo haces, todo estará perdido.

Me quedé en silencio. ¿De verdad debía confiar en él? Recordé las advertencias de Víctor, las dudas que ya tenía sobre David Muñoz... ¿De verdad podía ser tan grave?

—Está bien —dije finalmente—. ¿Qué propones?

Pablo sonrió, como si supiera que me tenía justo donde quería.

—Me ofrezco como capataz para trabajar las tierras del Pazo, como antes. Todo beneficio será para ti.

—¡Qué generosidad! —exclamé, sarcástica—. Sabes, si alguna vez decido poner un capataz, te aseguro que no serás tú.

En ese momento, me quedó claro que Pablo había venido aquí solo para intentar salirse con la suya y conseguir trabajo, no porque realmente le preocupara el futuro del pueblo o del Pazo.




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