Después de contratar a Pablo y repasar con él todos mis dominios, no pude evitar sentir una especie de inquietud dentro de mí. Algo me empujaba a indagar más, a entender mejor cómo se había administrado la finca de Alvear durante todos estos años. No era solo curiosidad; sentía una necesidad urgente de conocer los entresijos financieros del Pazo. ¿Por qué los beneficios que mi nuevo capataz me había prometido eran tan escasos?
Si iba a tomar decisiones sobre el futuro del Pazo, lo mínimo que debía hacer era entender cómo había sobrevivido todo este tiempo. Pero, siendo sincera, no confiaba plenamente en Pablo ni en sus afirmaciones de que todo estaba en orden y que había pagado los impuestos correspondientes. Sabía manejar la finca, sí, pero en el fondo seguía siendo un desconocido con un contrato reciente.
Mar y yo bajamos un par de libros de cuentas del viejo baúl que había pertenecido a don Adolfo. Uno de los libros resultó ser de recetas antiguas, así que se lo entregué a Mar. Ella lo ojeó por un momento y, con una media sonrisa, dijo:
—Estas recetas son tan antiguas que ni siquiera entiendo la mayoría de los ingredientes, y las medidas parecen sacadas de otro tiempo. Mejor sigo cocinando como sé.
—Está bien, como quieras —respondí, mientras abría el libro de cuentas.
Los registros estaban meticulosamente escritos, pero había algo arcaico en ellos. Parecía como si don Adolfo hubiera dirigido la finca siguiendo algún manual medieval de contabilidad. Me imaginé que los números debían estar acompañados de algún conjuro para invocar una cosecha perfecta, aunque, por supuesto, eso no estaba registrado... al menos no en las primeras páginas.
Me senté frente a la mesa y comencé a estudiar. Mar me observaba desde el otro lado, esperando, como si creyera que descubriría el secreto del éxito agrícola con una simple ojeada a esos números. Pero, para ser honesta, aunque mi padre me había obligado a estudiar economía y administración, me sentía desubicada en esta situación. Los conceptos teóricos que alguna vez había aprendido no parecían tener mucha aplicación aquí, en medio del campo, donde los balances financieros estaban entremezclados con las estaciones, las siembras y métodos centenarios.
—No sé si estoy preparada para esto —dije, pasando las páginas con frustración—. Todo esto parece sacado de otro siglo... tal vez del XV... o del XII.
Mar se encogió de hombros, siempre tan pragmática.
—No tienes que entenderlo todo en un solo día, Vicky. Además, Pablo puede ayudarte con lo que no entiendas. Aunque no confíes en él, conoce cómo funcionan las cosas aquí. Lo de las cabras, al menos, lo tiene claro.
Suspiré, sabiendo que tenía razón, pero la idea de depender de alguien como Pablo no me entusiasmaba en absoluto. Era casi como pedirle a un zorro que cuidara el gallinero. A pesar de que parecía saber lo que hacía, mi desconfianza no desaparecía con facilidad.
Justo entonces, un par de golpes en la puerta interrumpieron mis pensamientos. Mar se levantó para abrir, y agradecí mentalmente el respiro. Necesitaba un descanso de esos libros de cuentas. En unos segundos, la figura de David Muñoz apareció en el umbral del salón. Su presencia, aunque no esperada, parecía inevitable en este pueblo.
—Buenas tardes —saludó con su sonrisa de político, esa que parece genuina hasta que te das cuenta de que es pura fachada.
—Buenas —respondí, intentando sonar neutral, aunque lo que salió fue un tono más vacilante de lo que hubiera querido. No esperaba verlo tan pronto, sobre todo después de haber dejado claro a la inmobiliaria que no vendería el Pazo. Al menos, no por ahora.
—¿Interrumpo algo? ¿Puedo pasar? —preguntó, su sonrisa empezando a desvanecerse mientras ya se encontraba de pie junto a la mesa.
—Bueno, ya estás dentro —dije, encogiéndome de hombros.
Mar, fiel a su naturaleza, se posicionó a mi lado con una expresión que oscilaba entre alerta y protectora. David la miró de reojo, como quien aparta una mosca, antes de volver su atención hacia mí.
—Victoria, ¿puedo robarte unos minutos? Quería hablar contigo sobre la venta de los terrenos. ¿Recuerdas nuestra conversación?
—Sí, claro que la recuerdo —dije, levantándome de la silla, consciente de que no tenía escapatoria—. Pero como te dije, David, he decidido no vender el Pazo.
—¿Así? —respondió, arqueando una ceja mientras observaba el mobiliario sencillo del salón.
—Sí, he decidido empezar a trabajar en la agricultura. Los productos orgánicos están en auge, ¿sabes?
David me miró como si acabara de decirle que pensaba criar dragones. Su sonrisa se tornó condescendiente.
—La agricultura, claro... —dijo, con un suspiro que parecía decir “pobre ilusa”—. Nadie te impide intentarlo, Vicky, pero antes de lanzarte, necesitas saber a quién vender. De lo contrario, terminarás con montones de hortalizas que nadie querrá y te verás corriendo para evitar que se pudran.
—Lo intentaré de todos modos —respondí, tratando de sonar firme aunque mi interior dudaba.
—Por supuesto, Victoria. Nadie te lo impide —respondió con una sonrisa más cálida, pero igualmente falsa—. Incluso podría comprar algunos de tus productos ecológicos cuando los tengas.
Mar, que había estado en silencio todo este tiempo, se removía inquieta, como si quisiera lanzar alguna réplica, pero se contuvo. David cambió rápidamente de tema, como si hubiera llegado el momento de desplegar su plan B.
—Entonces, ¿has decidido quedarte en el pueblo? Quizás pueda organizarte un recorrido turístico. ¿Has estado en la Gran Montaña?
—No.
—Eso es un gran fallo. Tienes que verla. ¿Te gustaría que te muestre las atracciones locales?
Mar tosió deliberadamente, con una advertencia clara en cada tos: "Ni se te ocurra". Pero, impulsivamente, respondí con un entusiasmo sorprendente, incluso para mí.
—¡¿Por qué no?!
Mar casi se atragantó. David, con la galantería de un caballero, le pasó un vaso de agua sin perder la compostura.