Por la tarde, salí a dar un paseo por el parque del Pazo y, por primera vez en mucho tiempo, me sorprendí pensando en algo realmente importante: mi propia vida. ¡Qué novedad! Yo, la reina del "los problemas se resuelven solos mañana" o, más bien, "a ver si los resuelve mi padre", ahora enfrentando el dilema del siglo: qué hacer con mi vida, con el Pazo y, bueno, con Víctor. ¡Menuda combinación!
Si mi amiga Valeria estuviera aquí, con sus cartas de tarot y sus rituales de luna llena, me diría sin dudarlo que esto era "una prueba del universo". Claro, como si el destino tuviera un plan maestro para mí en medio de este musgo y estos muros que se caen a pedazos. ¡Qué poético! Valeria estaría encantada de verme así, luchando contra los elementos, como si fuera la protagonista de una telenovela de superación personal. La próxima escena sería yo corriendo por el campo en cámara lenta, mientras una tormenta épica se desata a mi alrededor. ¡Dramática a más no poder!
Pero, aunque me quejara de este lugar, lo cierto es que Madrid tampoco me ofrecía grandes perspectivas. Si vendía el Pazo a David y conseguía esos 600 mil euros, tal vez podría darme un respiro... pero ¿para cuánto tiempo? Con mi don especial para gastar en cosas innecesarias y fiestas que luego ni recordaba haber disfrutado, seguramente el dinero se esfumaría más rápido que la niebla de la mañana. En un parpadeo estaría viviendo en un pisito diminuto de alquiler, sin balcón y con un alquiler tan caro que hasta las cucarachas pagarían un alquiler compartido conmigo. ¡Ah, el glamour madrileño!
Luego estaba el temita del trabajo. Tendría que buscarme un chollo en administración o contabilidad, algo que nunca había hecho y que, seamos sinceros, ni quería hacer. La última vez que intenté hacer mi declaración de la renta, acabé pidiéndole ayuda a Google. ¡Y hasta Google se rindió conmigo! ¿Realmente quería embarcarme en esa odisea? No, gracias. Definitivamente, no estaba hecha para seguir órdenes de jefes estúpidos. Eso lo tenía clarísimo.
Y luego, estaba la opción de Sofía, la eterna optimista. "¿Y si te quedas aquí y empiezas algo?", me dijo. ¡¿Agricultura?! No, gracias. No conocía nada de cultivos, y lo poco que sabía era que no quería saber más. Y, además, David tenía razón: producir productos ecológicos sería más caro que mis zapatos favoritos de Prada, y venderlos sería otra odisea.
Pero, ¿y si, en lugar de vender el Pazo, lo convertía en una casa rural de lujo? ¡Sí, claro! Convertir este Pazo en ruinas en un proyecto rentable. Yo, Catalina María Victoria Maroto de Castro, ¡la empresaria del año! ¿A quién quería engañar? Suena más a chiste que a plan de vida.
—¿Y si realmente pudiera convertirlo en un refugio espiritual chic? —me pregunté en voz alta, caminando hacia la playa.
Empecé a imaginarme el Pazo convertido en el destino más exclusivo de la costa, donde todos los urbanitas vinieran a desconectar. Y lo vi todo claro en mi mente, cada detalle. Para eso, al menos, tenía talento. Visualicé el gran salón del Pazo, con suelos de madera recién pulidos y vigas expuestas, lleno de muebles minimalistas, nada de antigüedades polvorientas. ¡Qué horror! Todo en colores neutros, sofás de lino beige, cojines carísimos que nadie se atrevería a tocar y velas aromáticas por doquier. La "relajación absoluta". ¡Se vendería como churros entre los estresados de la ciudad!
Incluso podía organizar bodas. ¡Sí, bodas en entornos naturales! Nada de capillas frías y mesas redondas. Los espectáculos teatralizados al estilo “druidas”. Y, por supuesto, una piscina infinita. Porque si algo he aprendido de Instagram es que nadie puede resistirse a una piscina infinita. ¡Con vistas al mar, por supuesto! Ya me imaginaba a los influencers sacando fotos en flotadores gigantes con forma de flamenco. ¡El sueño millennial hecho realidad!
Me reí en voz alta. Todo sonaba ridículo, porque valía dinero. Mucho dinero. Ah, el dinero, ese pequeño detallito. Pero, ¿y si lograba que este lugar diera algún beneficio? Podría pedir un préstamo al banco. ¡Claro! Pedir 600 mil euros para convertir esta ruina en mi propio paraíso rural chic. ¿Qué podría salir mal?
Este torrente de ideas me hizo olvidar no solo mi cita con David, sino que también me robó el sueño. Pasé toda la noche haciendo cálculos, trazando planes y evaluando los costos y posibles beneficios. Sobre el papel, todo parecía perfecto, pero el verdadero reto sería convencer al banco de ello.
A la mañana siguiente, me levanté temprano y escogí el traje más formal que tenía. Si iba a pedir un préstamo, debía proyectar profesionalismo. Nada de vestidos de fiesta ni tacones imposibles; esto era un asunto serio.
—¿Adónde vas tan arreglada? —preguntó Mar, divertida.
—Al banco. Quiero pedir un préstamo para restaurar el Pazo.
Mar me miró con una mezcla de asombro y duda.
—Verás, la agricultura no es lo mío —continué—. Pero soy buena organizando eventos. Estaba pensando en convertir el Pazo en un centro espiritual…
—¿Qué?
—Un sitio donde la gente venga a hacer yoga, a relajarse, a desconectar de sus preocupaciones —le expliqué con entusiasmo.
—¿A relajarse? —preguntó todavía confundida.
—Sí, pero con un toque de glamour.
—¡¿Glamour?! —se rió a carcajadas—. Recuerda que llegaste con todo tu "glamour" y acabaste siendo atacada por abejas. Es un pueblo y con “glamur” poco.
—Por eso necesito el préstamo. Para restaurar la casa, instalar sofisticado glampings con toque de naturaleza y, por supuesto, construir una piscina infinita con vistas al mar.
—¿Glamurking? —preguntó Mar, con cara de total confusión, arrugando la frente.
—¡No! ¡Glamping! —le corregí, sin poder evitar reírme—. Es una mezcla entre "glamour" y "camping". Es como acampar, pero con estilo. Nada de tiendas cutres o dormir en el suelo. Son tiendas de lujo, con camas cómodas, electricidad, wifi y, por supuesto, velas aromáticas. ¡Ah, y minibar, por supuesto!