Vi todo lo sucedido por el retrovisor y frené en seco. El Jeep de David, por supuesto, no tuvo tiempo de reaccionar y chocó contra mi coche.
—¡¿Estás loco, imbécil?! —grité al bajarme furiosa.
David, claramente frustrado, me siguió de cerca.
—¡La loca eres tú! —replicó, alzando las manos—. Frenaste de golpe, ¿qué esperabas que hiciera?
Ignoré su queja y corrí hacia la anciana, que yacía en el suelo, tratando de recuperarse. La intenté a levantarla y sentarla en un banco. Mientras tanto, Nieves salió de su tienda y viendo me a mí, lanzó maldiciones como si fuera su deporte favorito.
—No es mi culpa —intenté explicarle, aunque sabía que no iba a escuchar razones.
—Todo estaba bien hasta que volviste —refunfuñó Nieves, cruzando los brazos—. Desde que llegaste, el pueblo no ha tenido un solo día tranquilo.
La anciana, apoyándose en mi brazo, trató de ponerse más tranquila.
—No es ella, no es ella —dijo, dirigiéndose a Nieves—. El culpable es ese idiota de ahí —añadió, señalando a David con la cabeza.
David, quien seguía en su propio mundo, gritaba por el teléfono, probablemente llamando a su aseguradora para solucionar el desastre de su precioso coche.
—¿Quiere que la lleve al hospital? —le ofrecí, recogiendo su bolso, que había quedado tirado en el suelo.
—No, querida, no hace falta —dijo con una sonrisa débil—. Fue solo un susto. Me iré a casa, tomaré un calmante y se me pasará.
Nieves no parecía estar de acuerdo.
—Ramona, deberías ir al hospital. A tu edad una caída no es cualquier cosa.
—¿Ramona? —repetí sorprendida, recordando que Mar había mencionado ese nombre antes.
—No te preocupes por mí —respondió Ramona, restándole importancia—. He pasado por cosas peores. Mis huesos aún aguantan un par de sustos más.
—Entonces, déjeme al menos acompañarla a casa —insistí, todavía preocupada.
—Te lo agradezco, niña. Vivo cerca de la iglesia —señaló en la distancia—. Por cierto, ¿tú eres la nueva dueña del Pazo?
—Sí, lo soy —le respondí, echando un vistazo a David, que seguía discutiendo por teléfono. Aquella mañana parecía no tener fin.
Cuando llegamos casi a su casa, David colgó el teléfono y se acercó a nosotras, con una expresión que intentaba, sin mucho éxito, ser seria.
—Victoria, esto no fue mi culpa —dijo rápidamente—. Frenaste de golpe y no tuve tiempo de reaccionar.
—¡Por supuesto que frené! – exclamé indignada— ¡Casi matas a una señora!
David suspiró, visiblemente irritado.
—La señora salió de repente a la carretera, ¿qué querías que hiciera?
No podía creer lo que estaba oyendo.
—¿De verdad me estás diciendo que la culpa es de una anciana que apenas puede caminar? —pregunté, incrédula—. ¡David, casi la atropellas!
—¡La esquivé! —se defendió él, levantando las manos—. Y no la toqué. Se cayó sola. ¿Qué se supone que debía hacer?
—No ir tan rápido, por ejemplo —le espeté.
David cruzó los brazos, adoptando una actitud desafiante.
—¿Sabes qué? Si me hubieras esperado, no habría tenido que dar esa vuelta brusca para alcanzarte, y habría visto a la señora. Todo esto se habría evitado.
Lo miré boquiabierta, incrédula.
—¿Perdona? —pregunté, con el tono de alguien que ya no sabe si está más sorprendida o enfadada—. ¿Me estás echando la culpa a mí por tu falta de control al volante?
—No es falta de control —replicó con voz alzada—. Es que tuve que improvisar porque vi tu coche. Si me hubieras esperado…
—David —le corté, entrecerrando los ojos—, acabas de chocar contra mi coche por estar distraído. No puedes seguir pensando que la carretera es solo tuya.
En ese momento, Ramona, que había estado observando la discusión en silencio, intervino con una sonrisa indulgente.
—No te preocupes por él, querida. Algunos hombres necesitan creer que siempre tienen razón —dijo con suavidad, dándome un apretón en la mano.
—Algunos más que otros —le respondí, agradecida por su sabiduría.
Ignorando por completo a David, ayudé a Ramona a llegar hasta su casa. El lugar no era particularmente impresionante, pero el jardín, con sus flores vibrantes y únicas, capturó mi atención.
—¿Qué tipo de flores son esas? —pregunté, incapaz de ocultar mi curiosidad.
—Son flores de San Valentín —respondió Ramona, abriendo la puerta con una sonrisa tranquila.
—Son realmente hermosas —comenté, admirando las plantas.
—Si quieres, en otoño te puedo dar unos bulbos para que los plantes en el jardín del Pazo —ofreció con amabilidad—. Gracias por acompañarme, cariño.
—¿Hay algo más en lo que pueda ayudarla? —pregunté, sintiendo que no había hecho lo suficiente.
—No, puedo apañármelas sola —respondió, observándome con calidez—. Pero veo que ibas a algún sitio. No quiero hacerte perder más tiempo.
—No se preocupe, no me molesta en absoluto —le aseguré.
Ramona esbozó una sonrisa astuta, señalando con la cabeza hacia la puerta.
—Y ahí está tu prometido esperándote.
Solté una carcajada amarga.
—Él no es mi prometido ni de cerca —respondí honestamente—. Solo está interesado en comprar el Pazo.
Ramona me miró con una mezcla de sorpresa y curiosidad.
—¿Y tú? —preguntó con perspicacia—. ¿Estás pensando en vendérselo?
Suspiré, sintiendo el peso de mi incertidumbre.
—No lo sé todavía. Iba al banco a pedir un préstamo, pero no estoy segura de que me lo vayan a conceder. Y sin dinero no puedo hacer mucho.
Ramona asintió, como si entendiera a la perfección mi dilema.
—¿Y qué piensas hacer con el Pazo? —preguntó con genuino interés—. No creo que a Pablo le costara tanto mantener los campos.
—No, no quiero dedicarme a la agricultura —admití con sinceridad—. Estoy pensando en algo relacionado con el turismo, pero sin dinero es imposible llevarlo a cabo.
Ramona me observó durante unos segundos antes de hablar.
—El turismo podría funcionar. El Pazo tiene historia, encanto... pero claro, sin recursos es difícil.