A pesar de las palabras tranquilizadoras de Ramona, no podía permitirme el lujo de soñar con soluciones mágicas. Las facturas no se pagan con buenas intenciones, y la restauración del Pazo no se iba a hacer sola. Con el ánimo a medias, pero una determinación firme, me aferré a mi plan de ir al banco.
David, como era de esperar, se fue preocupado por su coche y ni si quiera dejo sus datos de aseguradora. No tenía tiempo para esperar milagros o su vuelta.
Llegué al banco más tarde de lo previsto, con los nervios a flor de piel. Al entrar, el aire frío del aire acondicionado chocó contra mi piel, pero no logró aliviar la tensión que se acumulaba en mis hombros. Me acerqué al mostrador, donde una joven de sonrisa mecánica y perfectamente ensayada me recibió.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla? —preguntó con una amabilidad superficial.
—Hola, tengo una cita con el director de préstamos, pero llego un poco tarde —dije, intentando que mi voz sonara firme, aunque por dentro me sentía en un nudo de incertidumbre.
La joven tecleó algo en el ordenador mientras asentía levemente, pero enseguida su expresión cambió a una sonrisa aún más distante.
—Perdón, señorita, el director acaba de salir —dijo con una amabilidad tan fría como el aire acondicionado.
—¿Puedo esperar? —pregunté, aferrándome a una chispa de esperanza.
—No creo que sea buena idea —respondió, sin cambiar de tono mientras volvía a mirar la pantalla—. Sería mejor concertar otra cita. ¿Le parece bien el jueves a las diez de la mañana?
Su respuesta me dejó un poco descolocada, pero no estaba dispuesta a darme por vencida. No podía permitirme otro retraso, no con la urgencia de mi situación.
Cuando mi padre aún estaba vivo, tenía dinero y su cuenta bancaria estaba rebosante, entrar al banco era como caminar por la alfombra roja. Desde el momento en que cruzaba la puerta, todo el personal se apresuraba a saludarme con sonrisas amplias y reverencias apenas disimuladas. El director del banco siempre encontraba tiempo para atenderme, aunque estuviera ocupado, ofreciéndome su despacho privado como si fuera mi segunda oficina. Me ofrecían café, té, incluso alguna que otra galleta importada, y el trato era impecable.
Me trataban como una "clienta preferente", el tipo de clienta que nunca tiene que preocuparse por los intereses ni los plazos, porque, en su mente, mi apellido era garantía suficiente.
Pero cuando el dinero empezó a esfumarse, la atmósfera en el banco, con que mi padre trabajaba muchos años, cambió por completo. Las sonrisas se volvieron escasas y nadie me ofrecía un café o galletitas. De repente, tenía que hacer fila como cualquier otra persona. ¿Que podría esperar de las empleadas de esta sucursal en una ciudad provincial?
—El asunto es bastante urgente. Intentaré esperar hoy —insistí, mi voz más firme ahora, aunque por dentro sentía que luchaba contra la marea.
La joven me miró, claramente incómoda por mi negativa, pero tras unos segundos de duda asintió con desgana.
—Como quiera, pero no puedo garantizarle que vuelva pronto —añadió, inclinándose un poco hacia adelante para señalar un pequeño salón de espera.
Me senté en una silla incómoda, con las piernas inquietas. Mientras esperaba, no podía dejar de repasar en mi cabeza lo que iba a decir, cómo iba a presentar el proyecto del Pazo, intentando imaginar cómo responder a cada posible objeción. Después de unos largos minutos, la puerta se abrió, y un hombre de unos cincuenta años, vestido con un traje gris impecable, salió a recibirme.
—Señorita Maroto, pase por aquí, por favor —dijo con una amabilidad profesional.
Su oficina estaba decorada con estanterías llenas de carpetas, algunas plantas artificiales y una ventana con vistas al centro del pueblo. Me ofreció asiento y se acomodó detrás de su escritorio.
—He revisado su solicitud de préstamo y el proyecto que envió —comenzó, sin rodeos.
Asentí, tratando de mantener la calma mientras él hojeaba unos documentos.
—Su idea de convertir el Pazo en un hotel de turismo rural es, sin duda, interesante. Pero hay algunos puntos que me preocupan.
Sentí que un nudo empezaba a formarse en mi estómago. Sabía lo que venía.
—¿Cuáles son esos puntos? —pregunté, manteniendo una sonrisa tensa.
—Para empezar, el valor actual del Pazo es bajo debido al estado en que se encuentra. Su tasación no cubre el monto del préstamo que está solicitando, lo que genera una brecha considerable.
—Entiendo, pero estoy segura de que una vez que comience la restauración, el valor aumentará exponencialmente. Tengo un plan detallado para las reformas y para atraer turistas —expliqué, con una mezcla de confianza y urgencia.
El hombre asintió lentamente, pero sus ojos permanecían fijos en los papeles, como si buscaran más excusas.
—Sí, pero en este momento, el riesgo es demasiado alto para nosotros. Además, no tiene un historial crediticio sólido en esta región. Es difícil justificar un préstamo de esta magnitud sin garantías adicionales.
—¿Garantías adicionales? —repetí, sintiendo que la conversación empezaba a desmoronarse.
—Exacto. Si tuviera otra propiedad o activos significativos que pudiera usar como aval, sería diferente. Pero, según lo que tenemos aquí, el Pazo por sí solo no es suficiente. Y su proyecto, aunque ambicioso, todavía es solo una proyección. No podemos basar una decisión financiera en promesas futuras sin una seguridad tangible.
Sentí como un balde de agua fría me recorría el cuerpo. Me había preparado para posibles objeciones, pero no estaba lista para escuchar un "no" tan directo.
—¿Hay alguna manera de reconsiderarlo? —pregunté, esforzándome por mantener la compostura—. Puedo ajustar el plan, reducir la solicitud de préstamo, buscar socios...
El director me miró con una expresión amable pero inamovible.
—Le recomiendo que considere buscar inversores privados o financiación alternativa. Quizás con un plan más desarrollado y una inversión inicial que reduzca el riesgo para ambas partes, podamos revisarlo en el futuro. Pero en este momento, el banco no puede asumir un riesgo tan elevado.