Renacer de Vicky

Capítulo 35. Sueños y Realidades.

Volver al pueblo no me trajo la paz que esperaba. Después de los rechazos en los bancos y la constante sensación de derrota, al llegar al Pazo vi el coche de David aparcado justo frente al portal. Un suspiro de frustración escapó de mis labios. Lo último que necesitaba era otra conversación con él.

—Victoria, buenas tardes. ¿Podemos hablar? —dijo David, acercándose mientras yo abría la puerta de mi coche.

—Perdona, David. No tengo ganas —le corté, sin darle oportunidad de explicarse.

—¿Te pasó algo? —preguntó, agarrándome del brazo antes de que pudiera subir—. Perdona por no esperarte esta mañana, pero vino la grúa y tuve que llevar mi coche al taller.

Lo miré, incrédula. ¿De verdad estaba más preocupado por su Jeep que por haber casi atropellado a una anciana y chocado contra mi coche?

—¿En serio, David? —dije, sintiendo cómo la rabia se acumulaba en mi pecho.

No es que su comportamiento me sorprendiera; ya conocía bien su tipo de egoísmo. En mi antigua vida, ese tipo de actitudes eran tan comunes como respirar. Pero tras un día lidiando con rechazos bancarios y sintiéndome más derrotada que nunca, su falta de sensibilidad era lo último que necesitaba.

—Claro que sí —respondió él, con la misma frialdad de siempre, mientras sacaba un papel de su bolsillo—. Aquí tienes los partes del accidente para tu aseguradora.

Tomé el papel sin decir nada, y me dirigí hacia la puerta del Pazo, deseando que desapareciera de mi vista.

—¡Espera! —David me detuvo, sujetándome de la mano. Su rostro, por primera vez, parecía genuinamente preocupado—. ¿Por qué estás tan molesta? ¿Qué ha pasado?

—Nada —contesté con brusquedad, intentando zafarme de su agarre.

—Venga, Vicky, está claro que algo te pasa. Quizás pueda ayudarte —dijo, con un tono sorprendentemente sincero.

Por un segundo, dudé. Quizás necesitaba desahogarme, aunque fuera con él. Después de todo, ¿qué más podía perder? Suspiré, y David, para mi sorpresa, me pasó un brazo por los hombros en un gesto inesperado de consuelo.

—Cuéntame, ¿qué ha pasado? —insistió.

—Intenté pedir un préstamo en el banco para restaurar la casa y el jardín, pero... nada salió como esperaba. Ni siquiera me escucharon —confesé, sintiendo que la frustración me asfixiaba.

David frunció el ceño, su mirada reflejaba una mezcla de compasión y escepticismo.

—Vicky, entiende que ese tipo de negocio no es sencillo. No tendrás éxito. ¿Sabes cuántos agricultores de aquí han quebrado?

—No se trata de agricultura, David —respondí, casi exasperada—. Quiero organizar un refugio espiritual, un lugar para retiros, algo diferente.

David me miró en silencio por un momento, antes de suspirar y sacudir la cabeza ligeramente, como si tratara de hacerme entrar en razón.

—Esa idea suena... ambiciosa —dijo, tratando de ser diplomático, aunque no podía esconder del todo su escepticismo—. Pero, ¿crees que es lo que realmente necesita este lugar? Dime, ¿dónde vas a encontrar trabajadores para atender a tus clientes?

—¿Cómo que dónde? Aquí en el pueblo —respondí, intentando sonar segura.

David soltó una carcajada, como si acabara de escuchar el chiste más gracioso del mundo.

—Vicky, qué ingenua eres —dijo, señalando con la mano hacia un hombre y una mujer que caminaban por el camino del pueblo—. Aquí la mayoría de la gente está más preocupada por mantener sus cultivos que por aprender a dar masajes de relajación. Mira, ahí tienes a tus futuros empleados. Te apuesto lo que quieras a que ni siquiera saben lo que es una "meditación guiada".

El hombre empujaba un carro lleno de hierba recién cortada, mientras la mujer lo seguía de cerca, agitando una toalla como si estuviera espantando un enjambre de abejas. Gritaba algo incomprensible, y de vez en cuando le daba un golpe en la espalda al pobre hombre, que intentaba sin éxito esquivarla. Parecía una escena salida de una comedia.

—¡Date prisa, que ya va a empezar la novela! —gritaba la mujer, mientras el hombre mascullaba algo entre dientes, probablemente maldiciendo su suerte.

—Bueno, al menos la gestión del estrés ya la tienen dominada —dije en un intento de ironía, viendo cómo el hombre luchaba por mantener el carro y su dignidad intactos.

David soltó una risa corta, satisfecho.

—¿Ves lo que te digo? —me dijo, sin ocultar su burla—. Estos son los "trabajadores" que quieres contratar. Tus clientes vendrán a buscar paz y se irán corriendo perseguidos por alguien con una toalla.

Suspiré. No podía negar que la escena no era precisamente inspiradora, pero no estaba dispuesta a darle la razón.

—Y dime, David —lo interrumpí de golpe, clavándole la mirada—, ¿para qué quieres el Pazo? ¿Piensas convertirlo en un vertedero?

El rostro de David se endureció de inmediato, como si le hubiera dado una bofetada verbal.

—¿Quién te ha dicho semejantes tonterías? —espetó, claramente ofendido.

—La gente habla —dije, encogiéndome de hombros—. Y, francamente, no creen que vayas a hacer nada bueno con el lugar.

David suspiró, sacudiendo la cabeza, y volvió a pasar su brazo sobre mis hombros, esta vez con un gesto más cercano, casi protector.

—Vicky, no soy tan mal tipo como piensas. Mi padre trabaja en la administración local, y por aquí, para ellos —hizo un gesto hacia la pareja pintoresca que seguía discutiendo a lo lejos—, todos los funcionarios son iguales a ladrones. Así que ya ves, para ellos, yo también soy un ladrón. Aunque lo único que intento es hacer negocios limpios y mejorar este lugar.

En ese momento, vi a Víctor acercándose en bicicleta por el camino. Y algo dentro de mí, quizá por pura rebelión o simple diversión, decidió que no había nada malo en jugar un poco. No es que David me estuviera abrazando con demasiada familiaridad, pero... ¿por qué no aprovechar la oportunidad para ver cómo reaccionaba Víctor?

Con una sonrisa que sabía un poco más coqueta de lo normal, no quité la mano de David de mi hombro. De hecho, incliné un poco más mi cuerpo hacia él, como si la conversación fuera más íntima de lo que realmente era.




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