Renacer de Vicky

Capítulo 37: La Sombra del Toro

Me quedé sentada en el banco unos minutos más, tratando de digerir todo lo que Ramona me había contado, o mejor dicho, todo lo que había dejado sin decir. "El destino tiene sus caminos", pensé con ironía, como si esa frase pudiera despejar alguna de las dudas que me atormentaban. Pero la única claridad que sentía en ese momento era la frustración. Tenía más preguntas que respuestas.

Finalmente, me levanté y comencé a caminar hacia casa, inmersa en mis pensamientos, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en el suelo. Las palabras de Ramona sobre Eduardo Alvear y mi madre seguían resonando en mi cabeza, una y otra vez. "¿Por qué nadie me dijo nada? ¿Por qué siempre ha sido todo un misterio?", murmuraba para mí misma, sintiendo cómo la confusión se mezclaba con la frustración.

El pueblo ya estaba casi a oscuras, apenas iluminado por las farolas, con ese aire fresco y el inconfundible olor a tierra mojada que trae la noche. Las calles estaban vacías, tan tranquilas que parecían pertenecer a otro mundo, en contraste con el bullicio del día. Todo parecía en calma, como si el pueblo hubiera decidido irse a dormir temprano, dejando solo el eco de mis pensamientos inquietos para acompañarme.

De repente, en la penumbra, vi una figura borrosa que se movía nerviosamente en la calle. Me detuve por un segundo, tratando de entender lo que veía. Cuando mis ojos finalmente se adaptaron a la oscuridad, casi me caigo de espaldas.

Ahí, en medio de la calle, a unos metros de mí, un enorme toro negro estaba plantado. Sus músculos tensos y los cuernos afilados brillaban bajo la tenue luz de las farolas, como si se tratara de una sombra viviente salida directamente de una pesadilla. Mi corazón se detuvo por un momento.

Pero el toro… bueno, el toro parecía más interesado en los geranios de una casa que en mí. "Perfecto, me ignora", pensé. "Quizás está ocupado haciendo su dieta vegana". Eso me hizo relajarme, aunque solo un poco. "Bien", pensé, "si paso por la otra calle paralela, podré esquivarlo sin problemas". Sin embargo, justo en ese momento, mi teléfono vibró con un mensaje entrante. El sonido rompió la tranquilidad, y el toro giró la cabeza hacia mí, sus ojos centelleando en la oscuridad como si dijera: "¿Me interrumpiste la cena?"

—¡Dios mío! —murmuré, sintiendo cómo el pánico me recorría el cuerpo como una descarga eléctrica.

Mi primer instinto fue dar media vuelta y correr en la dirección opuesta, lo que cualquier persona sensata haría en esa situación. Pero mis pies, por alguna razón incomprensible, decidieron quedarse clavados en el sitio. "Claro, cuando más los necesito, mis pies deciden hacer huelga". El toro, en cambio, avanzó un par de pasos hacia mí, su atención ahora estaba completamente enfocada en "interrupción tecnológica".

Mi mente comenzó a imaginar los peores escenarios. Vi cómo el toro raspó el suelo con una pezuña, ese clásico gesto que había visto en películas. "Perfecto. Ahora solo falta que aparezca un mariachi y me dedique una canción de despedida."

—¡Oye, oye! —grité, agitando los brazos en un intento desesperado por disuadirlo—. ¡Por aquí no, grandote!

No podía creer que realmente había dicho eso. Pero lo más increíble fue que el toro me escuchó. Levantó la cabeza, me observó con sus enormes ojos oscuros y, como si hubiera entendido que estaba haciendo un espectáculo ridículo, se quedó quieto por un segundo. "¿Lo habré convencido?", pensé, casi aliviada. Pero no, pronto emitió un bramido bajo y comenzó a caminar hacia mí, despacio al principio, pero ganando velocidad con cada paso.

—¡Esto es una pésima idea! —grité, retrocediendo torpemente—. ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!

Mis pies tropezaron con una piedra, porque claro, en medio de una emergencia siempre aparece una piedra, pero logré mantener el equilibrio. El toro seguía avanzando. Sentí un sudor frío correr por mi espalda, y mis opciones se reducían rápidamente a una: cerrar los ojos y esperar lo peor. "Aquí yace la chica que fue derribada por un toro, amante de los geranios", pensé. Qué epitafio tan triste.

Justo cuando el toro estaba a punto de lanzarse sobre mí, una voz resonó detrás de mí.

—¡Milagros! —gritó alguien.

Me giré lo justo para ver a un hombre agitando una chaqueta en el aire para desviar la atención del toro. "¿Es… Víctor? ¡Por supuesto que es Víctor!", pensé, porque ¿quién más aparecería en el momento más ridículo y dramático de mi vida? Víctor, el hombre que no paraba de complicarme la vida, o salvarla, según el día.

Víctor agitaba la chaqueta como si fuera un torero en plena faena, enfrentándose al toro como si esto fuera un martes cualquiera. Mientras tanto, yo seguía en un estado de shock, con la adrenalina a tope, sin saber si correr o quedarme allí boquiabierta viendo lo surrealista de la situación.

—Eres una niña mala, ¿por qué asustas a la gente? —dijo mientras daba vueltas con el toro como si estuviera en una danza coreografiada.

"¿Disculpa? ¡¿Que yo lo asusté a él?! Este tipo está mal de la cabeza."

—Vamos, te llevo a casa —añadió con una calma irritante, como si esto fuera un paseo por el parque.

Solo cuando vi al toro, ahora claramente controlado por Víctor, con sus afilados cuernos apuntando en otra dirección, pude respirar con algo de tranquilidad. Aunque lo de "controlado" era relativo; el toro seguía dando vueltas como si estuviera eligiendo su próximo geranio.

—¿Niña? —exclamé, recuperando la voz—. ¡Este toro casi me mata! ¿Por qué estos animales andan sueltos?

Víctor se giró hacia mí con una sonrisa divertida, claramente disfrutando del caos.

—Primero que nada, no es un toro —respondió, conteniendo una risa—. Es una vaca, aunque un poco traviesa, eso sí.

—¿Vaca? —dije incrédula, mirando de nuevo los enormes cuernos que se alzaban en su cabeza—. ¿Por qué tiene esos cuernos gigantes, entonces? ¿Va al gimnasio?

—Es de raza cachena —me explicó, como si aquello fuera lo más obvio del mundo—. Son vacas pequeñas, pero con cuernos grandes. Mira bien, ahí abajo.




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