Seguimos a Mar al salón con una mezcla de curiosidad y preocupación. Allí, en el sofá, se encontraba un hombre con la pierna elevada, envuelta en una toalla improvisada como vendaje. La luz tenue de la lámpara vieja iluminaba su rostro cansado, pero amable.
—¿Quién es este? —pregunté a mi amiga, mientras me acercaba con cautela al invitado inesperado.
—Es Mario —respondió Mar—. Lo encontré en el camino de regreso del trabajo.
Mar trabajaba en una pequeña quesería del pueblo. Cuando vio a Mario tirado en el suelo, con la pierna lesionada, decidió ayudarle sin pensarlo dos veces. A pesar de sus propios problemas, siempre había algo en Mar que la impulsaba a actuar desinteresadamente.
Mario levantó la vista y sonrió débilmente, con gratitud en los ojos.
—Estoy haciendo el Camino de Santiago —explicó con un fuerte acento italiano y voz entrecortada por el dolor—. Me perdí de noche, tropecé y caí por un barranco.
Mar cruzó los brazos y lo miró con una mezcla de compasión y reproche, claramente más preocupada de lo que quería admitir.
—¿Caminando de noche? ¿Por qué harías algo tan imprudente? —preguntó Víctor, frunciendo el ceño.
—Quería llegar a Santiago el día del santo —explicó Mario, encogiéndose de hombros como un niño reprendido—. Me había retrasado, y para cumplir mi promesa de estar allí el día del santo, decidí seguir caminando por la tarde. Pensé que eso me ayudaría a ganar tiempo, pero... ya ves lo que pasó. Me perdí y caí por un barranco.
Mar lo miró con una expresión que mezclaba preocupación maternal y frustración.
—¿Y no se te ocurrió, que caminar de noche, solo y por un camino tan mal señalizado, podía acabar en desastre? —dijo Mar, con un tono de leve irritación—. ¿Qué esperabas? ¿Que el camino te llevara hasta Santiago como por arte de magia?
—Bueno, sí... pero no esperaba que no llegaría al albergue hasta que oscureciera, —admitió Mario, bajando la vista con una sonrisa apenada.
—¿Por aquí pasa el Camino de Santiago? —pregunté a Víctor, intrigada.
—Sí, pasa. A un kilómetro de aquí hay un albergue—respondió Víctor—, pero hay una parte del camino, que está mal señalizada y los peregrinos a veces se desvían a nuestro pueblo. Últimamente, hay muchos que pasan por aquí, pero rara vez se lesionan así.
—Pobre hombre, qué mala suerte —murmuró Mar, mirando a Mario con compasión.
Mario asintió, todavía con una leve sonrisa en su rostro. Víctor, que observaba desde un lado, se agachó para examinar la pierna de Mario.
—A ver, déjame echar un vistazo. Pero te aviso: soy veterinario, no médico —dijo Víctor, con una sonrisa burlona.
—Perfecto —contestó Mario, riendo débilmente—. A veces me siento como un burro, así que creo que estás más que cualificado.
Víctor se rió, levantando una ceja.
—Bueno, si fueras una vaca, esto sería pan comido. ¿Tienes alguna inclinación por pastar en los campos?
Mario soltó una carcajada, aunque luego hizo una mueca de dolor.
—Dudo que el Camino de Santiago me convierta en vaca, pero ya puestos, me vendría bien una buena herradura, ¿no?
—¡Nunca subestimes el poder de una buena herradura! —contestó Víctor, divertido, mientras movía con cuidado la pierna lesionada.
Víctor continuó revisando la pierna de Mario, palpando con cuidado. Mar, a pesar de estar preocupada, no pudo evitar una pequeña sonrisa.
—Claro, porque la experiencia de tratar vacas y caballos es igual que la de un peregrino italiano, ¿no? —bromeó.
—Bueno, los humanos no son tan diferentes de los animales, créeme. Solo que son un poco más tercos —dijo Víctor, guiñándole un ojo a Mario.
—¡Oye! —respondió Mario, riendo.
—De todos modos, no parece nada grave. No soy médico, pero he visto bastantes patas torcidas en mi vida —añadió Víctor, enderezándose—. Es un simple esguince.
Mar se giró hacia él, todavía preocupada pero más tranquila.
—¿Y qué hacemos? ¿Lo llevamos al hospital?
Víctor se encogió de hombros.
—Podemos intentarlo, pero ya sabes cómo está el hospital a estas horas. No sale de allí hasta mañana. Si le ponemos un vendaje adecuado, hielo y lo dejamos descansar, quizá no haga falta.
—Sí, por favor, evitemos el hospital si podemos —dijo Mario, casi suplicando.
—¿Segura que no te va a permitir pastar en el campo un par de días? —bromeé, rompiendo la tensión.
—¡Me temo que con un par de días no curará! —respondió Víctor serio a Mario—. No podrás continuar tu camino en un par de semanas.
—¡No! —exclamó Mario—. ¡Era mi ilusión de toda la vida!
Mar se volvió hacia él, con un reproche cariñoso.
—Bueno, que quede claro que todo esto es por tu imprudencia, Mario. La próxima vez, piensa mejor las cosas antes de lanzarte a caminar por la noche —dijo Mar, dándole un leve golpecito en el brazo, recordándole su torpeza.
—Lección aprendida, señora —respondió Mario, fingiendo una reverencia.
Víctor fue a buscar hielo, y mientras el ambiente en el Pazo se relajaba, Mario comenzó a contar su historia.
—Bueno, ya que me habéis salvado y me acogéis aquí, supongo que os debo al menos un poco de mi historia —empezó, acomodándose mejor en el sofá—. Soy profesor de historia. En realidad, lo era. Hace unos años, comencé a escribir un libro sobre José Bonaparte, ya sabéis, el hermano de Napoleón que fue rey de España.
—Pepe Botella —dije, recordando vagamente las clases de historia del colegio.
—Exactamente. Aunque, para ser honesto, el pobre José nunca fue tan borracho como la leyenda lo pintaba. De hecho, me fascinó descubrir su lado humano, las contradicciones de su reinado y cómo trató de modernizar España, aunque todo se desmoronara.
—¿Y por qué dejaste de ser profesor? —preguntó Mar, genuinamente interesada.
Mario suspiró, su expresión cambió a una más sombría.
—Bueno, la vida tiene sus giros. Justo cuando pensaba que lo tenía todo resuelto, tuve una especie de crisis personal. Me sentía atrapado, como si mi vida ya no tuviera sentido. El libro, mi trabajo... todo dejó de importar. Así que decidí hacer el Camino de Santiago. Pensé que me ayudaría a encontrar respuestas, o al menos a reencontrarme conmigo mismo.