La Plaza Mayor, normalmente tranquila y vacía, se había convertido en el corazón del bullicio esa tarde. El sol empezaba a bajar, pintando el cielo con tonos cálidos, mientras una suave brisa agitaba las banderas que colgaban de los balcones, unas que no recordaba haber visto antes. Parecía que solo se sacaban para ocasiones especiales, como la asamblea del pueblo. Sobre el empedrado antiguo, los vecinos llegaban poco a poco, cargando sillas de madera o plástico, probablemente rescatadas del antiguo bar que cerró hace unos años.
Yo, Mar y Mario llegamos en mi coche. Aunque la plaza estaba cerca, Mario, con su pierna lesionada, no quiso quedarse en casa y perderse "el espectáculo", como lo llamó. Pablo ya nos esperaba en la esquina de la plaza. Ayudó a Mario a bajar del coche y lo acomodamos en un banco de piedra. Aunque hacía poco que estaba en el pueblo, parecía haber captado rápidamente el espíritu de las reuniones locales.
El ambiente estaba cargado de expectativa. A pesar de que el pueblo solo tenía unos quinientos habitantes, parecía que la mitad había venido. El murmullo de conversaciones llenaba el aire. Los vecinos se saludaban, algunos con la calidez de quienes se ven a diario, otros con la frialdad de viejos desacuerdos sin resolver. Me senté en una de las sillas de plástico junto a Mar, nerviosa. Nunca había asistido a una asamblea de pueblo, y mucho menos a una donde me tocaba hacer una presentación. Sabía que iba a ser un tema de discusión, pero no tenía idea de lo que me esperaba.
Observé a Nieves, quien ya estaba instalada charlando animadamente con una mujer mayor. Sin embargo, al notar mi mirada, sus ojos se oscurecieron con una rabia que no intentó disimular. Estaba claro que no era mi amiga. Pablo, por otro lado, estaba apoyado contra una farola, observando a la gente reunida con los brazos cruzados, su rostro mostrando una calma que no sentía. A Víctor no lo veía, aunque sabía que debía estar por allí.
—¿De qué crees que va a tratar esta asamblea? —le pregunté a Mar en voz baja, intentando disimular mi inquietud.
—Dicen que es sobre la ampliación de la carretera —respondió, arqueando una ceja—. Quieren hacer un nuevo trazado que conecte con otro pueblo cercano. Eso podría afectar a unas tierras por aquí. No todos están de acuerdo, claro. Unos quieren la carretera, otros no.
—¿Y tú qué piensas? —le pregunté, aunque su expresión ya me daba una pista.
—Mi quesería está cerca del trazado. Si la ampliación pasa por allí, podría afectar las instalaciones y, quién sabe, hasta tendríamos que cerrar —respondió Mar con un suspiro, cruzando los brazos—. Pero ya sabes cómo son las cosas aquí. Nada se hace sin que haya un lío de por medio. A ver qué pasa.
Las campanas de la iglesia dieron la hora, y poco a poco el murmullo de la plaza se fue apagando. El alcalde, Bertín Moreno, subió a un pequeño escenario improvisado, hecho con unos pales cubiertos por una tabla de madera y un viejo tapiz rojo. Carraspeó un par de veces mientras ajustaba el micrófono, lo que hizo que finalmente la multitud guardara silencio.
—Vecinos, gracias a todos por venir —comenzó, con voz solemne—. Hoy estamos aquí para hablar de un tema que preocupa a todos: la ampliación de la carretera principal. Como muchos sabréis, el proyecto ha avanzado más rápido de lo que esperábamos, y muchas de nuestras tierras podrían verse afectadas.
Un murmullo recorrió a la multitud. Era evidente que la mención de las tierras había tocado un nervio sensible.
—Quiero que sepáis que, como vuestro alcalde, he hecho todo lo posible para asegurar que este proyecto beneficie al pueblo. Pero también es cierto que habrá sacrificios, y es eso lo que estamos aquí para discutir —continuó, intentando mantener la calma.
Una mano se levantó en medio de la multitud. Era don Manuel, un agricultor de los más veteranos del pueblo, con la voz ronca de años al aire libre.
—¿Y qué va a pasar con mis tierras? —preguntó, con el ceño fruncido—. Mis campos están justo al lado del trazado. Si amplían la carretera del lado derecho, me quedo sin terreno para plantar maíz. Y eso significa que mis vacas se quedan sin comida.
El alcalde lo miró con incomodidad, sabiendo que esta era solo una de las muchas preocupaciones que surgirían a lo largo de la asamblea.
—Entiendo tu preocupación, Manuel —dijo, intentando sonar conciliador—. Pero piensa bien, si lo hacemos de otra manera, afectará la quesería. Pero te prometo que por tus tierras afectadas recibirás una compensación. – Dijo Moreno y dirigiéndose a los aldeanos añadió. - Estoy trabajando para que el impacto sea mínimo.
Al escuchar esto, Mar me lanzó una mirada cargada de escepticismo. Era evidente que las promesas del alcalde no la convencían. La asamblea siguió su curso, con más preguntas y protestas que iban elevando la tensión. Las discusiones se calentaban a medida que los vecinos tomaban la palabra, algunos preocupados por sus tierras, otros por los negocios que podrían verse afectados, y unos cuantos simplemente queriendo mantener la paz en el pueblo.
Entonces llegó el momento que temía. El alcalde mencionó el siguiente punto en la agenda, y su mirada se desvió hacia donde yo estaba sentada.
—Y ahora —dijo, con una sonrisa que pretendía ser alentadora—, tenemos una presentación especial de alguien que ha traído una propuesta interesante para el futuro de nuestro pueblo. Victoria Maroto, ¿te gustaría subir y contarnos un poco más lo que piensa hacer con él pazo “Las rosas”?
Mi estómago dio un vuelco. Al principio, no pude levantarme de mi silla. Estaba paralizada, como si las piernas se hubieran pegado al suelo y mi garganta se hubiera cerrado de repente. Mi corazón latía con fuerza, y me sentía fuera de lugar, como si fuera una intrusa en una escena donde no me correspondía estar.
—Venga, Vicky, tú puedes —me dijo Mar, dándome un leve empujón, su voz más firme de lo habitual.