Renacer de Vicky

Capítulo 42: Las maldiciones de los Alvear

—Lo hiciste muy bien, Vicky —dijo Víctor con una sonrisa aprobatoria mientras nos alejábamos de la asamblea—. La gente te creyó, y verás cómo todo será más fácil a partir de ahora.

Agradecí sus palabras, pero mi mente estaba en otra parte. Sí, había conseguido reunir a los trabajadores, pero no tenía dinero para los materiales. Intenté sonreír, aunque sabía que el mérito no era solo mío.

—Sí, pero es más gracias a Mar. Ni siquiera esperaba que todo saliera tan bien —respondí con modestia. Sin embargo, algo me distrajo: Ramona, la anciana del pueblo, estaba apartada del grupo, mirándome desde la distancia.

Durante mi discurso, había intentado captar su reacción, pero me había desconcertado. Su expresión era impenetrable, como si mis palabras no la hubieran alcanzado o, peor aún, como si estuviera sumergida en sus propios pensamientos. Ahora, su mirada se había vuelto más intensa, como si quisiera decirme algo, pero no encontraba las fuerzas o el valor para hacerlo.

—Perdona, Víctor, voy a intentar hablar con Ramona otra vez —le dije, al ver que la anciana se alejaba en dirección a su casa.

Víctor asintió, comprensivo. Él también había notado que Ramona era un enigma en toda esta historia del pazo. Sabíamos que guardaba algún secreto, tal vez algo que don Adolfo, el antiguo administrador, le había confiado. No podía dejar pasar la oportunidad de hablar con ella. Quizás sabía algo que nadie más conocía, o tal vez su silencio ocultaba una pieza clave para entender lo que sucedió entre mi abuela y Eduardo Alvear.

Aceleré el paso para alcanzarla. Cuando llegué a su lado, Ramona seguía caminando a su propio ritmo, como si estuviera en un mundo distinto al nuestro. Respiré hondo antes de hablar.

—Ramona, ¿puedo acompañarte? —pregunté con suavidad.

La anciana me miró de reojo, sus ojos profundos y llenos de experiencia me evaluaban. Finalmente, asintió ligeramente y continuó andando sin decir una palabra. Caminamos en silencio durante unos minutos, escuchando solo el crujido de las hojas secas bajo nuestros pies.

—¿Así que decidiste quedarte con el pazo? —preguntó finalmente, rompiendo el silencio.

—Sí —respondí—. Al fin y al cabo, no tengo nada que perder. En la ciudad no me queda nadie, pero aquí están Mar, Víctor y Pablo.

Ramona no respondió de inmediato. Su mirada seguía perdida en el horizonte, pero noté que apretaba con fuerza el pequeño bolso que siempre llevaba consigo. Finalmente, su voz, suave como un susurro, rompió el aire.

—Eres valiente... —dijo sin mirarme directamente—. Y escogiste bien a tus amigos. Así que... es hora de que te entregue un regalo de tu bisabuelo.

—¿Mi bisabuelo? —pregunté, sin entender a qué se refería.

Ramona se detuvo, girándose hacia mí con una mirada tan directa y penetrante que sentí un escalofrío. De repente, la conversación se tornaba mucho más seria de lo que había anticipado.

—Sí... Don Adolfo era tu bisabuelo.

Me quedé muda. Sabía que el pazo tenía una oscura historia y yo tenía algo que ver con él, pero aun así no me identificaba con él.

—Ramona, ¿a qué te refieres? —pregunté, intentando no sonar demasiado ansiosa, aunque por dentro empezaba a inquietarme.

Ella suspiró profundamente, mirando hacia el pazo como si verlo trajera recuerdos dolorosos.

—No soy la persona adecuada para contártelo todo —murmuró—. Pero le prometí a don Adolfo revelarte el secreto, si decidías quedarte con el pazo. Cuando Pablo mencionó que lo había comprado a un empresario de Madrid, pensé que tu padre lo había vendido, porque no quería saber nada. Por eso no te esperaba por aquí.

—Lo sospechaba —respondí—. Entonces, mi abuela, que se casó con Eduardo Alvear, era hija de don Adolfo...

—Sí. Carmen murió poco después de dar a luz a tu madre.

—En una carta se mencionaba que estaba enferma. ¿Es cierto que sabía que iba a morir? —pregunté, con el corazón encogido.

—Sí, cogió una neumonía. Pasó toda la noche frente a las puertas del pazo, esperando despedirse de Eduardo, pero la señora Alvear se lo prohibió. Don Adolfo se arrodilló ante ellos, suplicando que dejaran entrar a su hija, pero no lo consiguió.

—Entonces, ¿por qué dejaron el pazo a mi madre si la consideraban indigna? —pregunté, confundida—. Los Alvear tuvieron otros dos hijos. Los vi en una foto.

Ramona apretó los labios antes de hablar.

—Porque don Adolfo los maldijo la noche que Carmen murió. Regresó al pazo con Valentina, tu madre, pero los Alvear lo echaron. Lleno de dolor y rabia, don Adolfo los maldijo: "No tendrán más nietos", dijo. Y, aunque no lo creas, los Alvear empezaron a caer en desgracia.

Me quedé mirándola, incrédula, pero recordé que Mar mencionó algo.

—¿Una maldición?

—Eso pensaron. La hija menor quedó paralítica tras caer de un caballo, y al segundo hijo mataron en Argentina en una pelea. Esto les hizo reflexionar. Arturo Alvear intentó reconciliarse con don Adolfo, ofreciéndole que Valentina heredara el pazo.

—¿Y por qué don Adolfo nunca se acercó a mi madre ni a mí? —pregunté—. Nunca lo vi en mi vida.

Ramona suspiró.

—Don Adolfo no quería que su nieta tuviera relación alguna con los Alvear. Cambió su apellido al suyo. Pero Valentina encontró su certificado de nacimiento, descubrió todo y le reclamó furiosamente. Exigió ir a Argentina para conocer a los Alvear. Hubo un gran escándalo. Don Adolfo sabía que todo acabaría mal, si su nieta se acercaba a ellos. Y así fue. Valentina murió en un accidente de avión camino a reunirse con Arturo Alvear. Tu padre culpó a don Adolfo y le prohibió acercarse a ti.

—¿Soy la única Alvear que queda? —pregunté mientras nos acercábamos a la casa de Ramona.

La anciana caminaba lentamente, y pensé que no me respondería. Pero, al llegar al porche, se volvió hacia mí con una mirada astuta y un brillo en los ojos, como si estuviera a punto de revelarme un secreto guardado durante años.




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