Al día siguiente, decidí ir a la ciudad para gestionar los permisos necesarios para la restauración del pazo. Sabía que había mucho en juego, especialmente después de la confrontación con David Muñoz el día anterior. Sus amenazas aún resonaban en mi cabeza, y aunque intentaba mantener la calma, la sensación de que algo más estaba en marcha no me abandonaba. Había prometido a Víctor que le contaría si las cosas se complicaban, pero prefería solucionar todo lo posible antes de alarmar a los demás.
Llegué temprano a la oficina de urbanismo, esperando evitar largas esperas. Con una carpeta llena de documentos y el corazón un poco inquieto, me acerqué al mostrador de información.
—Hola, buenos días —saludé a la mujer detrás del mostrador—. Quisiera hacer una consulta sobre los permisos para la restauración de un edificio histórico. Se trata del Pazo de las Rosas, que pertenecía a los Alvear.
La mujer asintió con una sonrisa profesional y comenzó a teclear en su ordenador.
—Deme un momento, por favor. Voy a revisar el registro.
Esperé pacientemente mientras ella buscaba en la base de datos, pero al cabo de unos minutos, su expresión se volvió confusa. Frunció el ceño y volvió a teclear con más insistencia.
—¿Está segura de que es el nombre correcto? —preguntó, mirándome con cierta incertidumbre.
—Sí, el Pazo de los Alvear. Está ubicado en las afueras del pueblo. Es una propiedad antigua, pero figura en los registros históricos de la región.
Ella siguió tecleando, pero finalmente negó con la cabeza.
—Lo siento, pero no encuentro ningún registro bajo ese nombre. Lo único que aparece en esa ubicación es un terreno rústico. No hay ninguna edificación reconocida como tal, y en un terreno rústico no se puede construir ni realizar restauraciones significativas sin un cambio de uso del suelo.
Mi corazón dio un vuelco. No podía ser posible. El pazo había estado ahí durante siglos, era una parte fundamental de la historia local. ¿Cómo era posible que no estuviera registrado?
—Debe haber algún error —dije, tratando de mantener la compostura—. Ese edificio ha existido durante generaciones. No puede ser solo un terreno rústico.
La mujer me miró con comprensión, pero se encogió de hombros.
—Lo siento, señorita, pero según nuestros registros, no hay ninguna construcción legal en ese lugar. Si desea, puede hablar con el jefe de urbanismo para ver si hay algo que se nos haya pasado por alto, pero en este momento, la situación es la que le acabo de explicar.
Asentí, aunque por dentro mi mente iba a mil por hora. Algo estaba mal, muy mal. Agradecí a la mujer y me dirigí al despacho del jefe de urbanismo. Mientras caminaba por los pasillos fríos y anodinos de la oficina, no podía evitar pensar en David. Esto no podía ser una coincidencia. Él ya había empezado a tirar de sus hilos, tal y como había insinuado el día anterior. Si el pazo no existía oficialmente, cualquier restauración que intentara llevar a cabo sería ilegal, y podría enfrentar sanciones graves si continuaba.
Al llegar al despacho, me recibió el jefe de urbanismo, un hombre mayor de mirada cansada y gesto profesional.
—Buenos días, señorita, ¿en qué puedo ayudarla?
Le expliqué la situación, esperando que hubiera algún error administrativo, algún documento mal archivado, pero mientras hablaba, notaba cómo su expresión cambiaba, mostrándose cada vez más cerrada. Cuando terminé, suspiró.
—Mire, señora, entiendo su frustración, pero nuestros registros son claros. El terreno que usted menciona está clasificado como rústico. Si hubo un edificio ahí alguna vez, no está registrado correctamente, y sin los permisos adecuados no podrá continuar con las obras. Esto es muy serio, y si no tiene todo en regla, podría enfrentarse a multas o incluso la demolición de cualquier obra que haya comenzado.
Sentí cómo el mundo se derrumbaba sobre mí. ¿Demolición? ¿Cómo era posible que el pazo, mi hogar, el lugar donde mi familia había vivido durante generaciones, no existiera legalmente? Esto tenía el sello de David Muñoz. Su familia tenía influencias, y ahora veía claramente que estaba usando todo su poder para ponerme trabas. Quería que me desesperara, que me rindiera y le vendiera el pazo.
—Pero, ¿hay algo que pueda hacer? —pregunté, intentando no sonar desesperada.
El hombre me miró por unos segundos, como si considerara sus palabras con cuidado.
—Podría solicitar un cambio de uso del suelo, pero eso lleva tiempo, y no le puedo garantizar que se lo concedan. Los terrenos rústicos suelen ser protegidos, especialmente en zonas rurales como esa.
Agradecí su tiempo y salí de la oficina, con la cabeza dándome vueltas. Sabía que David había empezado su juego sucio, y que esto solo era el principio. Tendría que moverme rápido y con inteligencia si quería salvar el pazo.
Al llegar a casa, el día se sentía más gris de lo normal. Aunque el sol brillaba débilmente sobre los jardines en restauración y los obreros seguían trabajando con energía, yo solo veía el problema que acababa de estallar. Los documentos, la legalidad del pazo, el futuro que tanto había soñado, todo se desmoronaba frente a mí. Aparqué el coche y, con paso firme, pero mente dispersa, me dirigí hacia la casa. Necesitaba hablar con alguien, desahogarme y, sobre todo, encontrar una solución.
Al entrar, vi a Pablo y Mar sentados en la mesa de la cocina, revisando algunos planos que habíamos dibujado para la restauración. Víctor estaba de pie, cerca de la ventana, con una taza de café en la mano, observando cómo los obreros trabajaban en los exteriores. Apenas crucé la puerta, las tres cabezas se giraron hacia mí.
—Vicky, ¿cómo te fue en la ciudad? —preguntó Víctor con su habitual calma, pero en su mirada percibí la preocupación.
Suspiré profundamente, sintiendo cómo el peso de la situación me oprimía el pecho.
—Mal. Muy mal —admití, dejando caer la carpeta sobre la mesa—. No sé cómo decirlo… pero David Muñoz ya ha empezado a mover sus piezas. Fui a la oficina de urbanismo para asegurarme de que teníamos todos los permisos en regla, y me dijeron que el pazo… no existe.