El viaje de vuelta desde la ciudad fue más silencioso de lo que esperaba. La emoción inicial de la visita al abogado y la investigación en el archivo municipal se había desvanecido rápidamente, dejando paso a una frustración palpable. Mario había estado tan seguro de que encontraríamos pruebas irrefutables de la visita de José Bonaparte al pazo de los Alvear y, aún más, del supuesto intento de envenenamiento. Pero tras horas revisando documentos más viejos que las croquetas del bar de la esquina, no habíamos encontrado ni una mención, ni siquiera una pequeña nota al margen que respaldara la historia.
—Es increíble que no haya absolutamente nada —murmuró Mario desde el asiento trasero, mirando por la ventana como si los árboles que pasaban fueran a darle la respuesta que tanto buscaba.
Víctor, que conducía, lanzó una mirada rápida por el retrovisor, compartiendo su decepción.
—Tal vez la información que buscabas se perdió con el tiempo... o, quién sabe, igual alguien usó esos documentos para calzar una mesa. Es lo que suele pasar con las cosas importantes —dijo con una risa ligera, intentando suavizar el ambiente.
Yo no estaba tan para bromas, pero igual me salió una media sonrisa. Por mi parte, me sentía en una montaña rusa emocional, pero sin cinturón de seguridad. Al final resultó que, hace dos años, tras la muerte de Don Adolfo, la casa fue declarada en ruinas, sin posibilidad de ser reconstruida, y todo el pazo fue reclasificado como terreno agrícola. No podía sacudirme la sospecha de que David Muñoz hubiera tenido algo que ver en esto, especialmente recordando sus palabras: "Siempre puedes cambiar de planes". Además, no descartaba que el alcalde del pueblo lo hubiera ayudado a mover los hilos para que esa reclasificación jugara a su favor.
Solo la posibilidad de haber descubierto algunas pruebas de unos hechos históricos podría desmoronar los planes. Pero Mario no encontró nada. Aun así, no estaba dispuesta a rendirme tan fácilmente. Algo tenía que salir bien. David Muñoz no iba a ganar, no mientras yo respirara… o al menos hasta que me quedara sin aire. ¿Y por qué todo parecía ir más lento cuando las cosas no salían como quería?
Cuando llegamos al pazo, vi una figura familiar esperando en la entrada. Era Sofía, mi amiga más cercana, que, como siempre, estaba justo donde la necesitaba, como si tuviera un radar interno para detectar mis crisis. La única que no me había dado la espalda cuando mi vida se desmoronó tras la muerte de mi padre. Mientras los demás desaparecían más rápido que las ofertas en el Black Friday, ella estuvo a mi lado, firme y leal, aunque yo hubiera sido un tornado emocional de categoría cinco. Su presencia era un alivio instantáneo en momentos como este, y verla allí, en la entrada del pazo, me hizo sonreír.
—¡Sofía! —exclamé, bajando del coche con energía renovada—. ¡Qué sorpresa verte aquí!
—¡Vicky! —respondió con una sonrisa brillante que parecía decir "ya llegué y salvaré la situación"—. Pasaba por aquí y pensé que necesitabas un respiro. Además, traigo el dinero que conseguí vendiendo tus cosas.
—¡Ay, mi salvadora! —dije con una sonrisa—. Aunque a estas alturas, verte a ti me hace más falta que el dinero.
Sofía soltó una carcajada mientras sus ojos recorrían el pazo. Siempre había tenido un sentido del humor tan oportuno como una copa de vino al final del día.
—¿Esto es tu casa ahora? —preguntó, abriendo los ojos como platos—. ¡Pensé que te habías mudado a una cabaña hippie, sin agua corriente y con velas! ¡Y resulta que tienes un palacio! ¿Quién eres tú, Lady Vicky de los Alvear?
—Sí, un palacio... a medio hacer y con un riesgo de ser derrumbado —respondí con un suspiro, dándole una mirada cansada al pazo—. Ahora el comprador que me presiona no es más que otro dolor de cabeza. Me siento como si estuviera atrapada en una telenovela barata, pero sin comerciales para respirar.
Mientras hablábamos, Mario salió del otro lado del coche, con esa misma expresión pensativa que había tenido desde que salimos del archivo, como si estuviera descifrando un jeroglífico invisible. Al verlo, Sofía se quedó congelada, con la boca entreabierta y los ojos muy abiertos, como si hubiera visto a una estrella de rock en plena gira.
—Vicky... —murmuró Sofía en voz baja, mirándome como si yo supiera la respuesta al misterio de la vida—. ¿Ese hombre es quien creo que es?
La miré, frunciendo el ceño, completamente perdida.
—¿De qué hablas? — pregunté, pensando en Víctor. – No, hagas suposiciones erróneas, somos solo amigos.
Sofía volvió a mirar a Mario, que en ese momento se sacudía el polvo de la chaqueta y parecía totalmente ajeno a la conversación.
—Perdón, pero... ¿ese hombre es el profesor Mario Palazzo? —me preguntó, como si acabara de descubrir que vivíamos en una película de espías.
—¿Perdona? —repetí, sintiendo que me había perdido varios capítulos de este drama. Me giré hacia Mario, que seguía con su aire tranquilo, casi zen—. Solo sé que es Mario. Un exprofesor de historia, amante de los libros antiguos y que apareció aquí haciendo el Camino de Santiago. Jamás me dijo su apellido.
Sofía me miró como si acabara de decirle que el sol sale por el oeste.
—¡Vicky! Mario Palazzo es uno de los historiadores más famosos de Europa y un excelente escritor. Mi padre tiene todos sus libros. ¡Es un experto en la época napoleónica! ¡Este hombre es una leyenda viviente!
La sorpresa me dejó sin palabras, pero no me duró mucho. En primer lugar, nunca me interesaba la historia, hasta el momento que me convertí en la dueña de este Paso. En segundo lugar, no me gustaba mucho leer los libros, sobre todo de la historia. Pero si nuestro Mario era ese Mario, esto se estaba poniendo interesante. Me acerqué a él, decidida a aclarar las cosas de una vez.
—Mario —lo llamé—, ¿puedo preguntarte algo?
Él levantó la vista, notoriamente desconcertado por mi tono serio.