Mientras estábamos en la comisaría, todo se sentía como una escena sacada de una película surrealista. Mar y yo tratábamos de explicar a los oficiales que lo ocurrido había sido un malentendido de proporciones épicas. Kiko había iniciado la pelea, mientras que Pablo solo había intentado protegernos. Nadie, ni siquiera nosotros, vio claramente quién le había roto la nariz al funcionario del ayuntamiento, quien terminó su "inspección" en el hospital de la manera más desafortunada posible.
Lo más absurdo de todo era que Pablo estaba detenido. ¡Pablo! El más tranquilo de todos, ahora encerrado por intentar defendernos de un hombre que ni siquiera podía controlar su propia furia. Mientras tanto, Kiko y Manuel seguían libres, como si no hubieran hecho nada. Mar y yo intentábamos hacerles entender que Pablo no era el agresor, sino el defensor, pero los oficiales solo asentían con esa expresión cansada en las caras. Yo ya anticipaba una montaña de problemas.
—No, señor inspector, no vimos con claridad quién fue, pero estoy segura de que no fue Pablo —repetí por quinta vez, desesperada—. Él estaba a mi lado. Le juro que no quería pelear. Solo intentaba evitar que Kiko le pegara a Mar... ¡otra vez!
Mar, sentada a mi lado, asintió con vehemencia, con los ojos llenos de rabia e impotencia.
—Es cierto —añadió, casi gritando—, Kiko es un maldito energúmeno. Estaba fuera de sí, y si Pablo no lo hubiera detenido, habría sido yo la que acabara en el hospital, no el inspector.
Pero los agentes, imperturbables, continuaban llenando sus libretas, haciendo preguntas que parecían no tener fin. Ninguno mostraba demasiada empatía por la situación. Pablo, mientras tanto, estaba en una sala aparte, detenido tras las rejas. Claro, no podías andar por ahí golpeando a la gente, incluso si esa gente era un cretino de mayor talla como Kiko. Sin embargo, la injusticia de todo aquello era palpable.
La impotencia nos embargaba a todos, pero más aún al saber que el verdadero culpable seguía suelto, mientras quien había actuado para protegernos estaba pagando el precio.
Entonces, cuando menos lo esperaba, vi a David acercarse con su traje impecable y su aire de superioridad. Mi estómago se encogió al instante. Venía con esa sonrisa engreída que solo usa cuando está seguro de que tiene la ventaja. Sabía, en el fondo, que esto era en gran parte su obra, o al menos la inspección.
—Hola —dijo, con ese tono dulzón que siempre parece preludio de un golpe bajo—. Vaya, parece que te has metido en un buen lío.
Intenté ignorarlo y salí a la calle para despejarme, pero David no era de los que se rinden fácilmente. Se inclinó hacia mí.
—¿Sabes? —susurró, lo suficientemente alto para que no pudiera evitar escucharlo—. Esto podría solucionarse muy rápido. Todo lo que tienes que hacer es venderme el pazo. A cambio, puedo asegurarme de que Pablo salga hoy mismo, sin cargos.
Lo miré, incrédula. ¿Me estaba proponiendo venderle el pazo a cambio de la libertad de Pablo? ¿Tan retorcido podía ser?
—¿Me estás chantajeando? —pregunté, tratando de contener la furia en mi voz para no llamar la atención de los oficiales—. ¿De verdad crees que voy a venderte el pazo porque Pablo está detenido por error?
David esbozó una sonrisa lenta, esa sonrisa que siempre me recordaba a un tiburón que ha olido sangre.
—No lo veas como un chantaje —dijo con esa voz melosa que me revolvía el estómago—. Es una solución práctica. El pazo solo te ha traído problemas, y con Pablo en esta situación… bueno, sería una pena que tuviera que pasar un par de años en prisión, ¿no crees?
—¿Por un puñetazo? —exclamé, indignada.
—No solo por el puñetazo —su sonrisa se ensanchó, gélida—. También por lesiones a un funcionario en el ejercicio de sus funciones. Eso es más serio, y tú lo sabes.
La sangre me hervía. No solo por el descaro de su oferta, sino por la vileza con la que la planteaba. David no solo quería el pazo, quería verme derrotada. No podía creer que hubiera montado todo este circo para arruinarme la vida y hacerse con mi casa.
—¿Tanto te importa el pazo como para destruirme? —le pregunté con ojos ardiendo de furia.
—No es personal, Vicky. Solo negocios. —Su sonrisa se amplió, como si su mezquindad no tuviera consecuencias. - Aunque tienes razón. No me gusta perder.
—No voy a venderte nada —respondí, controlando mi rabia, aunque por dentro quería gritar—. Y si crees que puedes jugar conmigo así, te equivocas.
David se encogió de hombros, como si no le importara.
—Está bien —dijo despreocupadamente—. Pero mis ofertas no duran para siempre. Por cierto, mañana vienen más inspectores. Voy a derrumbar tu Pazo sí o sí.
Se dio la vuelta y comenzó a alejarse con su actitud despreocupada, mientras yo me quedaba allí, con un nudo en el estómago. Mar seguía discutiendo con los agentes, tratando de convencerlos de que Pablo no era culpable de nada.
El tiempo pasaba, y no podía sacarme de la cabeza la posibilidad de que en cualquier momento nos llegara una mala noticia sobre Pablo. Pero si algo tenía claro, era que no vendería el pazo, y mucho menos a un tipo como David, que se alimentaba de las desgracias de los demás.
Necesitaba encontrar una salida, rápido, antes de que David lograra destruir todo lo que había conseguido. Sin embargo, las opciones eran limitadas, y con Pablo detenido, cada minuto contaba más. No podía permitirme más errores.
Entonces, como un rayo, una idea me golpeó: tenía que llamar a Sofía. Si alguien podía sacarnos de este desastre sin que yo tuviera que vender el pazo ni ceder a las amenazas de David, era ella. Su madre era jueza, y Sofía siempre sabía qué hacer, siempre tenía contactos.
Con las manos temblorosas, saqué el móvil y marqué su número. Mi corazón latía a mil por hora.
—¡Dime que tienes buenas noticias, porque las mías son un desastre! —solté apenas contestó, sin ni siquiera esperar a saludar.