Colgué el móvil con una mezcla de alivio y nervios. La batalla aún no había terminado, pero con Sofía, su madre y Mario de mi lado, al menos sabía que tenía un par de ases bajo la manga.
Cuando regresé a la comisaría, Víctor ya estaba allí. Intentaba consolar a una Mar desconsolada, que sollozaba mientras le contaba lo sucedido en el Pazo. Al verlo abrazarla, acariciarle el cabello y susurrarle que todo estaría bien, que el abogado se encargaría de todo y que Pablo pronto sería liberado, sentí un nudo en el estómago. Una sensación incómoda y molesta me invadió. ¿Celos? No, no puede ser… Yo no soy de esas personas. O eso creía.
Sabía que los celos pueden envenenar la vida. Su raíz es la incertidumbre, la desconfianza y el miedo a perder algo. Aunque en mi caso parecía más bien miedo a perder... atención. Siempre pensé que estaba por encima de eso. Nunca sentí celos de Tony, ni siquiera cuando supe que se había liado con Paola. Es más, ¡hasta le deseé suerte! Pero ahora, viendo a Víctor reconfortando a Mar como si estuviera protagonizando un anuncio de champú en cámara lenta, me dolía en lo más profundo… y no sabía si quería llorar o arrancarle ese pelo tan perfectamente acariciado.
—Mar —dije bruscamente, cruzando los brazos—, deja de llorar. No has hecho más que llorar todo el día. ¿De verdad crees que tus lágrimas van a sacar a Pablo?
Mar me miró con ojos enrojecidos y, como era de esperar, comenzó a llorar aún más fuerte. ¡Bien hecho, Vicky! Bravo. Premio a la simpatía del año. En el fondo sabía que mis palabras habían sido terriblemente injustas. Mar estaba sufriendo, y yo… bueno, yo estaba lidiando con un ataque de celos digno de una telenovela barata.
Traté de recomponerme y de no permitir que mi cerebro envenenado por los celos empezara a imaginarse a Víctor abrazando a Mar en todas las posturas posibles.
—Perdón, Mar, no quise hablarte así —le dije, más tranquila y con un nudo en la garganta, esta vez de culpa.
Víctor, mientras tanto, seguía abrazando a Mar, y aunque sus palabras tranquilizadoras debían ser suficiente consuelo, mis celos parecían decididos a no darme tregua. ¿De verdad tenía que abrazarla tanto tiempo?, me pregunté. ¿No había un límite legal para la cantidad de consuelo por hora? Respiré hondo, intentando convencerme de que el mundo no giraba en torno a mi repentino ataque de posesividad.
—¿Y cuánto tiempo crees que tardarán en liberarlo? —pregunté, tratando de que mi voz sonara lo más neutral posible, aunque sospechaba que sonaba más como un perro tratando de no gruñir mientras alguien le roba su hueso.
Víctor me lanzó una mirada rápida, pero yo ya estaba perdida en mi propio drama mental. Vicky, no seas ridícula, me decía una voz interior. Estás celosa de una situación de emergencia… ¡y ni siquiera estás saliendo con Víctor! Alguien debería darme una medalla por alcanzar niveles de irracionalidad tan elevados en tan poco tiempo.
—Dependerá de lo que logre el abogado —respondió Víctor, sin dejar de abrazar a Mar como si fuera su heroína de película trágica favorita—. Pero con suerte, no será mucho tiempo. Pablo no debería estar aquí.
El silencio se instaló entre nosotros, roto solo por los sollozos de Mar, que por fin comenzaba a calmarse. Pero yo no. Ahí estaba, tratando de disimular mis emociones mientras mi cabeza decía: ¿Y si en vez de consolarla le diera una mantita y una taza de té? Eso también es apoyo, ¿no? No es necesario tanto abrazo.
Me acerqué a Mar, dispuesta a arreglar el desastre emocional que yo misma había creado.
—Mar, lo siento —dije suavemente—. No quise hablarte así. Sé que todo esto es muy difícil para ti.
Ella me miró, y por un momento pensé que me iba a lanzar la mirada mortal de alguien que ha sido herido y que ya no puede llorar más. Pero, para mi sorpresa, me devolvió una pequeña sonrisa, como si entendiera que mi brusquedad no venía de mi corazón, sino de mi cerebro momentáneamente tonto.
—Está bien —murmuró—. Es solo que… no sé qué hacer. Todo esto es mi culpa.
—No digas eso —intervino Víctor, ¿cómo no?, apretándole el brazo con ternura, con esa ternura que parecía haber acumulado durante toda su vida para este preciso momento.
"Bien", pensé. "Voy a necesitar una dosis doble de paciencia". Mientras tanto, intentaba no pensar en cómo mi cerebro hacía malabares con sentimientos contradictorios: Por favor, que no siga abrazándola y Ojalá yo tuviera un abrazo de esos ahora mismo. Mi lógica se había ido de vacaciones.
—Lo importante ahora —dije, tratando de sonar más segura— es que el abogado haga su trabajo y que Pablo salga de esta lo antes posible.
Víctor asintió, pero seguía tenso. Aunque por fin se apartó un poco de Mar, lo que me permitió respirar algo más tranquila. Hasta que dijo:
—No te preocupes, Vicky, ya verás que todo se resolverá pronto. Sería mejor que vosotras vayáis a una cafetería a tomar algo. Yo voy a hablar con el inspector. Quiero saber qué más podemos hacer.
Quería creerle, pero parte de mí seguía inquieta. ¿Cafetería? ¿Acaso me estaba despachando? ¡Yo también podía hablar con el inspector! Pero decidí dejarlo estar. Sabía que mis pensamientos no eran racionales y, además, si alguien me ponía un café delante, probablemente le lanzaría una mirada peor que la de Mar cuando le pedí que dejara de llorar.
Víctor me entregó a Mar como si fuera un jarrón frágil, y desapareció tras las puertas de la comisaría. Tomé a Mar del brazo, intentando ignorar mi loca imaginación que ya estaba viendo cómo Víctor, en un gesto heroico, volvía corriendo por el pasillo para salvarnos de... bueno, de nada en particular. ¡Basta, Vicky!, me dije a mí misma. El foco estaba en Pablo, no en mis fantasías absurdas.
—Vamos, debemos tomar algo. Hemos estado aquí todo el día —le ofrecí a Mar, abrazándola.
—No, Vicky, no quiero nada. Tú, si quieres, vete a comer algo.