El día amaneció gris, pero había algo en el aire, una sensación palpable de tensión. El viento soplaba entre los árboles del Pazo, agitando las ramas y llenando el ambiente de un silencio extraño, como si hasta la naturaleza estuviera esperando el gran enfrentamiento. Sabíamos que era cuestión de horas para que las autoridades llegaran. El ultimátum había expirado, y no había más prórrogas. Era ahora o nunca.
Las primeras señales de vida comenzaron a llegar justo antes del mediodía. Por un lado, los seguidores de Sofía, una mezcla heterogénea de jóvenes activistas, entusiastas de la historia y modernos guerreros del teclado. A pesar del cielo nublado, todos venían con pancartas, camisetas estampadas y teléfonos en mano, preparados para documentar y retransmitir en vivo cada segundo. Uno incluso traía un dron para "capturar el drama desde el aire". No pude evitar sonreír ante la ironía de ver a una multitud tan moderna movilizándose para salvar una vieja casa en ruinas.
Luego llegaron los aldeanos, organizados por Víctor. Eran un grupo más pequeño, pero igual de decidido. Los vecinos más viejos del pueblo llegaron con rostros serios, algunos apoyándose en bastones, otros vestidos con sus mejores trajes como si fuera un evento importante. Había algo profundamente solemne en su presencia, como si estuvieran defendiendo mucho más que solo piedras viejas y muros desgastados. Para ellos, el Pazo era una parte de su historia, de su identidad y que vamos a mentir, su tranquilidad.
Y, por supuesto, no podía faltar Mario, quien caminaba por los alrededores con un grupo de "amantes de la historia", como él los llamaba. Parecían un club de lectura que se había desviado por accidente hacia una protesta. Me imaginé quien los convocó era Sofia, pero Mario, por su parte, parecía en su elemento. Caminaba nerviosamente de un lado a otro, señalando detalles arquitectónicos, mapas antiguos y teorías sobre José Bonaparte a quien quisiera escucharlo.
De repente, el ambiente cambió cuando escuchamos el retumbar de motores a lo lejos. Las autoridades habían llegado.
Una fila de coches oficiales apareció al final del camino, seguidos por un par de camionetas con maquinaria pesada y operarios que, claramente, estaban ahí para hacer el trabajo sucio. Del primer coche salió el teniente de alcalde, y reconocí su rostro de inmediato: era el padre de David Muñoz. La conexión estaba clara. Él era el hombre detrás de la demolición apresurada, el poder que movía las piezas desde la sombra.
El teniente de alcalde bajó del coche con una expresión impasible, como si esto fuera solo otro trámite burocrático más en su día. Era un hombre mayor, con el cabello gris meticulosamente peinado y un traje que parecía más adecuado para una cena formal que para supervisar una demolición. Detrás de él, los operarios comenzaban a desplegarse, acercándose al Pazo con intención.
Pero antes de que pudieran llegar a la entrada, fueron detenidos por la masa de gente que se había congregado. Los seguidores de Sofía ya estaban en acción. Algunos coreaban lemas que se habían vuelto virales en las redes sociales durante la noche anterior, mientras otros levantaban pancartas con mensajes como “¡Salvemos el Pazo!” y “¡No a la destrucción de la historia!”. Era impresionante ver cómo se organizaban, cómo las redes sociales habían logrado convocar a tanta gente en tan poco tiempo.
Víctor, por su parte, lideraba a los aldeanos con su habitual calma firme. Se paró frente a los operarios, hablando en voz baja pero decidida con algunos de los ancianos que lo rodeaban. Sus palabras no eran para el espectáculo, sino para mantener la unidad del grupo, para recordarles por qué estaban allí. Víctor no necesitaba gritar ni alzar pancartas; su presencia, su convicción, lo decía todo.
El teniente de alcalde, aparentemente acostumbrado a lidiar con conflictos, intentó abrirse paso entre la multitud, pero los seguidores de Sofía se interpusieron rápidamente. Uno de ellos, un chico con un megáfono y más piercings de los que jamás había visto, se acercó al hombre de traje, plantándose delante de él con las cámaras de todos los móviles apuntando hacia su cara.
—¡No puedes hacer esto! —gritó el chico—. ¡El Pazo es parte de nuestra historia, y no vamos a dejar que lo destruyan!
El teniente de alcalde lo miró por un segundo, con esa indiferencia que sólo los políticos de carrera parecen dominar, y luego dijo, sin mucho esfuerzo:
—La demolición ha sido aprobada legalmente. No hay nada más que discutir. Hagan a un lado o llamaré a la policía.
Pero antes de que el chico pudiera replicar, Sofía apareció en escena, caminando con la determinación de alguien que sabía que todas las miradas estaban sobre ella. Levantó el móvil en alto, apuntando la cámara hacia el teniente de alcalde y comenzó a transmitir en vivo. La audiencia online ya estaba viendo el enfrentamiento.
—Señor teniente, ¿nos podría explicar por qué la demolición se ha acelerado de manera tan sospechosa? —dijo Sofía, con una sonrisa tranquila pero letal. Era como ver a un periodista curtido enfrentarse a un político. Ella lo tenía acorralado, no con gritos, sino con preguntas, con la verdad—. ¿No será porque su hijo está detrás de un negocio sucio para convertir este pedazo de historia en un vertedero?
El silencio que siguió a sus palabras fue casi tangible. El teniente de alcalde, que hasta entonces había mantenido una expresión de control total, parpadeó por primera vez. La multitud, que segundos antes coreaba y gritaba, quedó en un extraño y tenso silencio, como si todos estuvieran conteniendo el aliento, esperando la respuesta.
Víctor y yo nos miramos, sorprendidos por la audacia de Sofía, pero también admirando su valentía. Ella no había venido a jugar. Sabíamos que el negocio de David Muñoz tenía algo turbio detrás, pero Sofía lo había dejado caer como una bomba, y ahora el teniente de alcalde estaba justo en el centro de la explosión.