La lluvia caía con fuerza sobre los tejados de piedra, como los dedos impacientes imitando el sonido de un tambor sobre una mesa de mármol. Las calles del mercado estaban vacías, excepto por unas pocas sombras que se escabullían bajo los aleros de los edificios, buscando resguardarse del frío. El aire olía a tierra mojada, a basura fermentada y a miedo, esa emoción natural que se impregnaba en cada rincón de la ciudad amurallada, tan desagradable e intenso.
Tobias observaba desde su ventana, oculto tras las gruesas cortinas de terciopelo rojo que hacía tiempo habían perdido su brillo. La gloria que él mismo había perdido hacía aún más tiempo. La ciudad estaba a punto de estallar, y él lo sabía. Los rumores sobre un posible levantamiento y las traiciones que lo rodeaban corrían por las tabernas y los callejones como ratas en busca de un lugar seguro donde esconderse. Pero no había sitio o paraje donde hacerlo.
La luz de las velas iluminaba su rostro, tallado por los fallos a lo largo de los años. Hubo un tiempo en que Tobias creía en la justicia, en que las leyes podían mantener el orden, en que el honor aún tenía un lugar en el mundo. Pero ese tiempo había pasado. Ahora, solo quedaban la táctica prevista para dañar a otros, la falta que se comete cuando se quiebra la lealtad o la fidelidad que se debe tener o guardar y el mal uso de su autoridad sobre los derechos que se le habían confiado a él y a todos, tan arraigada que era casi imposible distinguir a los honestos de los corruptos. O tal vez es que ya no quedaba nadie honesto.
El sonido de la puerta al abrirse lo sacó de su ensueño. Era Rorik, la persona que tenía autoridad y poder para hacer lo que él debía hacer, empapado por la lluvia y con una expresión que dejaba claro que traía malas noticias.
—El trato se ha roto, mi señor —manifestó Rorik sin preámbulos, sacudiéndose el agua como un perro.
Tobias no respondió de inmediato. Sabía a qué trato se refería, y también era consciente de lo que significaba que se hubiera roto. Todo su trabajo, todas las piezas que había movido con cuidado en ese tablero que no podía ser visto, se estaban desmoronando. Las facciones rivales no tardarían en aprovechar la oportunidad para hundirlo. Y él había trabajado demasiado, había traicionado demasiado, para permitir que todo se perdiera.
—¿Quién? —demandó en consecuencia, su voz un sonido suave cargado de veneno.
—Husir. El bastardo vendió la información a los del Este. —Rorik se acercó, su rostro endurecido por años de fidelidad hacia él, y esa sensación de agotamiento conforme los años habían pasado. La lluvia aún goteaba de su cabello, pero ni siquiera se molestó en limpiarse. Era la clase de hombre que no se preocupaba por el frío o la incomodidad cuando la situación se tornaba crítica.
Tobias asintió sin demostrar lo preocupado que estaba, pero su mente ya calculaba lo que haría a continuación. Husir había sido un peón útil, pero un trabajador al fin y al cabo. Y los asalariados eran sacrificables.
—Avisa a los guardias. Quiero que Husir desaparezca antes del amanecer. Hazlo parecer un accidente. —Sus palabras fueron precisas, sin un atisbo de duda. Si bien amenazar a alguien para obtener algún provecho era el motor de la ciudad, Husir había olvidado el bando al que pertenecía. Nadie olvidaba su lugar sin pagar el precio.
Rorik asintió y salió, dejando a Tobias solo de nuevo con las cosas que debía aclararse a sí mismo.
La lluvia continuaba golpeando la ventana, y Tobias se permitió un momento para contemplar su propio reflejo. No era el hombre que una vez había sido, pero eso ya no importaba. La inocencia y la justicia eran lujos que no podían permitirse en un mundo como el suyo. Lo único que importaba era la capacidad que tenia para influir o dirigir el comportamiento de otras personas.. Y el poder se obtenía a través de trampas, de mentiras, de chantajes. Así era como se mantenía vivo.
Pero incluso él sabía que ese tipo de vida tenía un costo. Y cada vez le resultaba más difícil ignorar las miradas de aquellos que había pisoteado para llegar a donde estaba.
En algún rincón de la ciudad, una mujer gritó, su voz apenas audible bajo el retumbar de la tormenta. Tobias cerró los ojos. Sabía lo que ese sonido significaba. Los alaridos eran comunes, una constante en la vida de los menos afortunados. Aunque una vez esos clamores lo habrían perturbado, ahora solo eran parte del paisaje.
Hubo un tiempo en que habría hecho algo al respecto. Pero ahora, comprendía que no podía salvar a todos. Apenas podía salvarse a sí mismo.
Escuchó el resonar de los pasos rápidos en la habitación cuando una figura pequeña y delgada apareció en el umbral. Era Nela, una joven criada de piel oscura, parte de una de las tribus sometidas del norte. Su pueblo había sido conquistado décadas atrás, y ahora, el trato desigual y las burlas por su color formaban parte de su vida como el agua que caía del cielo.
—Mi señor... —formuló Nela, dudosa si contarle o no. Aunque llevaba años sirviendo en la casa de Tobias, aún no había perdido el miedo que muchos de los suyos sentían hacia los de su rango.
—Habla —le concedió Tobias, sin apartar la vista de la ventana.
—Hay rumores... en los mercados. Dicen que los del sur están reclutando a cualquiera que quiera luchar contra... —Nela tragó saliva, estaba nerviosa— ...contra los nobles.
Tobias movió los labios, pero era evidente que su expresión no era auténtica. Ella lo supo por lo rígido que estaba su mentón y su mandíbula, como esforzándose por mantener sus emociones bajo control. Los del sur eran un grupo de rebeldes que creían que podían cambiar el sistema. Soñadores, idealistas. Pronto aprenderían que no se podía luchar contra la naturaleza del hombre. La corrupción no era solo un defecto del sistema; era el sistema.