La lluvia poco a poco fue dejando la ciudad envuelta en una bruma pesada que absorbía los sonidos y distorsionaba las formas de los edificios y los contornos de las personas o animales. El frío, sin embargo, no desaparecía. Parecía arraigado en las mismas piedras de las calles, como un musitar entre las acciones que permeaban cada rincón. En las altas torres del Consejo, los poderosos dormían cómodos, ajenos al sufrimiento de aquellos que, como Nela, debían sobrevivir día a día.
Nela, quien había crecido entre lo que quedaba de una tribu conquistada, sabía lo que significaba ser invisible. En la ciudad, su piel la marcaba como diferente, una norteña, y eso era suficiente para que la mayoría la tratara con desprecio o, peor aún, con una lástima que apenas disimulaba el racismo arraigado en sus corazones. Ella lo sentía en cada mirada furtiva, en cada palabra pronunciada con demasiado cuidado.
Había aprendido a caminar con la cabeza baja, a no llamar la atención. Pero esa noche, al salir de la mansión de Tobias, su corazón latía con fuerza. Los rumores que había escuchado sobre los rebeldes del sur encendían una chispa dentro de ella, una que creía haber perdido hace años. ¿Podría ser cierto? ¿Podría haber un cambio real?
Mientras caminaba por las calles adoquinadas, sus pensamientos volaban hacia su familia, hacia su madre, quien murió sin haber conocido más que la opresión. El recuerdo de su madre la asaltó provocando en ella una intensa pena por lo que sucedió pero también provocando en ella un efecto que la llevaría a empeñarse en llevar a cabo una tarea para cumplir su meta. No quería ese destino para sí misma ni para los suyos.
En el fondo, era conocedora que el cambio no llegaría sin un precio. Lo había visto tantas veces antes: aquellos que soñaban con un mundo mejor eran los primeros en ser aplastados por las botas del poder. ¿Estaría dispuesta a arriesgarlo todo? Esa pregunta la atormentaba mientras avanzaba entre las imágenes oscuras que proyectan las lámparas en la calle.
Por otro lado de la ciudad, Husir se quejaba en silencio por el fuerte y repentino dolor de cabeza, sentía mareos, y en otras circunstancias incapaz de moverse en su pequeña y modesta casa. Estaba convencido de que había cometido un error. Vender la información a los del Este había parecido una buena idea en su momento, pero ahora... En ese preciso momento no estaba tan seguro. No era un hombre valiente, y la idea de que Tobias supiera lo que había hecho lo aterrorizaba. El hombre al que había jurado nunca darle la espalda no era conocido por su compasión, y aunque había servido como un informante leal durante años, estaba convencido que los hombres como Tobias no perdonaban traiciones.
Husir miró por la ventana, los dedos tocadon con frecuencia sobre el marco de madera podrida. Pensó en huir, pero ¿a dónde? Los del Este no eran mucho mejores que los hombres de Tobias, y las facciones del sur estaban demasiado lejos para ofrecerle refugio inmediato. Sus opciones se reducían con cada minuto que pasaba.
Mientras el miedo lo consumía, no se dio cuenta de que las sombras en la esquina de la calle parecían moverse por su cuenta. Dos figuras oscuras se deslizaron en silencio hacia su puerta. Husir estaba tan absorto en su dilema que no escuchó el ligero crujido de la cerradura siendo forzada ni el sonido sordo de las botas mojadas al cruzar el umbral.
Dentro de la casa, una mano enguantada cubrió su boca antes de que pudiera gritar. El golpe que siguió fue rápido, certero. No hubo alboroto, ni lucha. Solo el sonido de un cuerpo que caía al suelo, amortiguado por las alfombras deshilachadas.
El silencio volvió a reinar en la pequeña casa mientras las sombras se disiparon como partículas durante la noche, dejando a Husir como otro peón sacrificado en un juego del que nunca había sido más que una pieza prescindible.
A la mañana siguiente, las noticias del accidente de Husir corrieron por la ciudad. La mayoría lo tomó como otra desgracia común en un mundo que no perdonaba la debilidad. Pero algunos, aquellos más cercanos al submundo del poder, entendieron el mensaje. Tobias había movido una vez más sus piezas, y nadie, ni siquiera sus aliados estaban a salvo si traicionaban su confianza.
Rorik regresó a la mansión temprano esa mañana, sus ropas aún húmedas por la lluvia que había cesado apenas hacía unas horas. Al entrar, encontró a Tobias en el mismo lugar donde lo había dejado la noche anterior, observando la ciudad desde la ventana, pero ahora con una copa de vino en la mano.
—Está hecho —enunció Rorik con su voz ronca, cruzando los brazos sobre su pecho.
Tobias asintió, sin apartar la mirada del horizonte. No había satisfacción en su rostro, ni orgullo por el trabajo bien hecho. Para él, eliminar a Husir no era una victoria, solo una necesidad. Un recordatorio para los demás de que en su mundo, el chantaje, la trampa y la corrupción eran las reglas del juego. Y aquellos que intentaban romperlas, sin excepción alguna pagaban el precio.
—¿Sospechas? —preguntó Tobias, sin importar que fuera de una forma o de otra.
—Ninguna. Lo verán como un accidente. No es el primero, ni será el último —Rorik se encogió de hombros.
Tobias, después de todo se giró, fijando sus ojos oscuros en su lugarteniente. Rorik, aunque leal, no era un hombre de muchas palabras. Era eficiente, brutal cuando era necesario, y sobre todo, fiable. Él valoraba ese rasgo fundamental por encima de todo, en un mundo donde cada lealtad tenía un precio.