De regreso en la mansión de Tobías, Dorntal había permanecido en silencio durante el trayecto. Su mente repasaba una y otra vez la violencia desmedida que había descargado sobre su señor mientras buscaban a Rorik y Celdrin. Sabía que había sido necesario, pero ahora, frente a la puerta principal de la mansión, sentía el peso de la culpa hundiéndose en su pecho. Tobías no merecía ese castigo.
Al cruzar el umbral, Tobías, con la piel amoratada y los labios hinchados por los golpes, se giró hacia su fiel soldado y, con una leve sonrisa, rompió el incómodo silencio.
—No es necesario que te disculpes, Dorntal. Lo que sucedió es parte del plan. Todo para atraer de vuelta a Rorik y Celdrin. Ellos necesitan creer que estoy débil, que pueden ganar. Y así, podremos salvar a Nelah.
Dorntal suspiró, su alivio evidente. Sacó un paño de su cinturón y, con sumo cuidado, comenzó a limpiar la sangre que aún manchaba los labios de Tobías. Los ojos del líder seguían enfocados en un punto lejano, perdido en sus propios pensamientos. A pesar del dolor físico, su mente estaba fija en un solo objetivo: Nelah. Pronto la tendría de nuevo a su lado, y entonces, por fin, podría confesarle lo que había ocultado durante tanto tiempo.
—Te lo dije, Dorntal —murmuró Tobías, más para sí mismo que para su acompañante—. Amo a esa mujer.
Dorntal, con su silencio habitual, continuó limpiando con cuidado. No entendía el amor de Tobías por Nelah, una mujer pobre y de piel negra, pero no era su lugar cuestionarlo. Para él, lo que importaba era la lealtad y cumplir las órdenes de su señor.
Tobías sabía que Dorntal no comprendía por completo sus sentimientos. ¿Cómo podía? Nelah no era como las mujeres con las que Tobías solía relacionarse, nobles de piel clara y vestidas con sedas. Nelah era todo lo contrario: una mujer fuerte, de una belleza que pocos sabían apreciar, forjada en las dificultades de una vida de pobreza. Y aunque Tobías no había nacido pobre ni negro, comprendía ahora que no había llegado a la cima del poder solo por su riqueza o las trampas que había tendido a otros. Había sido el amor del pueblo lo que lo había llevado hasta allí, la esperanza que había encarnado para muchos.
Sin embargo, también había sido corrompido. El idealista que una vez fue había sucumbido a las tentaciones del poder, y en lugar de derrocar la dictadura, se había convertido en uno de los tiranos más odiados del reino.
—Es hora de que el verdadero Tobías actúe —dijo en voz alta, mirando a Dorntal con determinación—. Y no estoy hablando de sacrificar mi vida ni la de quienes han creído en mí.
Dorntal asintió, respetuoso pero sin comprender del todo lo que Tobías insinuaba. El soldado sabía que su señor tenía algo en mente, algo grande. No necesitaba saber más para cumplir con su deber.
El sol comenzaba a alzarse por el horizonte, bañando la ciudad con una luz dorada. A lo lejos, las campanas empezaron a resonar, anunciando la llegada de un grupo de guerreros. Dorntal se acercó a la ventana, sus ojos entrenados para detectar cualquier posible amenaza.
—Son los hombres del sur —dijo tras un momento—. Vienen acompañados por Rorik y Celdrin.
Tobías se acercó a la ventana, su expresión sombría.
—¿Cuántos?
—Ciento cincuenta a caballo y doscientos de a pie —respondió Dorntal, con la mirada fija en el movimiento en el horizonte.
Tobías suspiró. No quería más derramamiento de sangre, al menos no la de los inocentes.
—No se derramará ni una gota de sangre hoy —declaró Tobías con firmeza—. Da la orden de que abran las puertas y los dejen entrar.
Dorntal, siempre el soldado obediente, asintió y se dirigió al guardia que vigilaba la entrada de la mansión. El mensajero corrió hacia las puertas de la ciudad para transmitir la orden.
Los guerreros comenzaron a cruzar las puertas. Tobías y Dorntal los observaban desde lo alto de las escaleras de la mansión cuando los vieron llegar. Al frente, montando con aire desafiante, estaban Rorik y Celdrin. Pero lo que más llamó la atención de Tobías fue la figura de Nelah, atada a la montura del caballo de Rorik. Su cuerpo magullado casi era arrastrado por el suelo con cada paso del caballo.
El corazón de Tobías se detuvo un instante. Todo el aire se le escapó de los pulmones.
—Es hora de que Rorik y Celdrin mueran —murmuró Tobías, su voz temblorosa pero cargada de una furia que pocas veces había dejado salir a la luz.
Dorntal, sin hacer preguntas, asintió con la misma solemnidad con la que siempre cumplía sus órdenes. Sabía que el desenlace de esta confrontación estaba cerca. Mientras descendían juntos por los escalones de la mansión, Tobías sintió cómo el peso de todas sus decisiones recaía sobre sus hombros. Hoy, su destino se entrelazaría de manera irrevocable con el de Nelah, Rorik y Celdrin.
Cuando llegaran al final de esas escaleras, nada sería igual.