Réquiem de poder

Quince

El ejército del norte se detuvo frente a las puertas de la ciudad, su avance estuvo marcado por el retumbar de los cascos de los caballos y el sonido metálico de las armaduras ligeras que portaban los guerreros del norte. El viento cálido que llegaba desde los pantanos acariciaba el ambiente, un contraste evidente con el aire tenso que envolvía las murallas de piedra de la ciudad.

Saerus desmontó de su caballo, un gigantesco animal oscuro con ojos fieros y músculos definidos. La figura de Saerus era imponente, un guerrero alto y robusto, con una piel tan oscura como la tierra húmeda de los pantanos que lo vio nacer. Vestía apenas una piel de lobo que cubría su intimidad, y un cinturón de cuero alrededor de su abdomen. Su pecho desnudo y su cuerpo reluciente por el sudor mostraban una fuerza que parecía imposible de contener. El norte, su hogar, no era una tierra de frío como otros imaginaban; era cálido y pantanoso, un lugar donde los hombres y mujeres vivían en chozas de paja y bambú, no en castillos de piedra como en esta ciudad.

Saerus avanzó por las calles empedradas con la agilidad de una pantera negra, sus largas piernas moviéndose con una suavidad peligrosa, sus pies calzados en sandalias de cuero de cocodrilo resonando con cada paso. La mirada de los habitantes que se asomaban desde las ventanas o puertas a su paso estaba cargada de asombro y temor. Él y su ejército no eran como nada que hubieran visto antes.

Cruzó el umbral de la placeta, donde Rorik y los guerreros del sur lo esperaban, con Tobías todavía arrodillado, sus manos atadas, y la espada de Rorik goteando sangre. Los ojos de Saerus recorrieron la escena con calma, pero sus pupilas se enfocaron rápidamente en un solo punto: Rorik. Sin inmutarse por lo que sucedía con Tobías, Saerus se detuvo frente a él, elevando su cuerpo imponente sobre el de Rorik, quien, aunque era un hombre alto y corpulento, parecía pequeño y frágil ante la presencia del líder del norte.

Rorik, en un intento de no mostrar miedo, levantó la cabeza y miró a Saerus directamente a los ojos, su mandíbula apretada, pero su cuerpo tenso lo traicionaba.

—¿Dónde está Nelah? —la voz de Saerus tronó en la placeta, grave y potente, cortando el aire como un cuchillo.

Rorik vaciló un instante, sorprendido por la pregunta. No esperaba que Saerus ignorara a Tobías, pero pronto entendió que el interés de este poderoso líder tenía raíces más profundas. Forzó una sonrisa cínica y respondió, su tono arrogante.

—La perra de Nelah ya fue liberada. Seguramente ahora se esconde en la fortaleza de Tobías. —Rorik miró a Saerus con desprecio—. Te iba a ofrecer a Tobías como moneda de cambio para que nos permitieras salir de la ciudad con nuestros guerreros, pero parece que prefieres hablar de otras cosas.

Saerus no movió un músculo ante las palabras de Rorik. Su expresión no cambió en absoluto. Solo se quedó mirándolo, su rostro impenetrable.

—Yo no he venido aquí para negociar —dijo Saerus, su voz inquebrantable—. Si no sueltas a Tobías y te rindes, los mataré a todos.

El rostro de Rorik se tensó, pero antes de que pudiera responder, Celdrin dio un paso adelante, colocándose entre él y Saerus. Sacó su espada, apuntándola hacia el líder del norte con una sonrisa llena de desafío.

—Será mejor que te disculpes con Rorik —dijo Celdrin con una calma peligrosa—, o seré yo quien te corte la cabeza.

Saerus lo miró un instante, y sin una palabra, se movió con la velocidad y la precisión de una bestia cazadora. En un solo movimiento, sus manos rodearon el cuello de Celdrin. No necesitó una espada; sus dedos eran lo suficientemente fuertes como para cercenar la cabeza de su oponente. Con un giro brusco, Celdrin cayó al suelo, su cuerpo inerte y su cabeza rodando hacia los pies de los guerreros del sur. La sangre manchó el empedrado, y un grito ahogado recorrió a los presentes.

Rorik apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando el puño de Saerus impactó directamente en su rostro. La fuerza del golpe lo hizo volar varios metros en el aire antes de caer pesadamente sobre su espalda, dejando una estela de polvo tras él.

Los guerreros del sur, horrorizados por la brutalidad y la velocidad de los movimientos de Saerus, desenvainaron sus espadas en un intento desesperado por defender a su líder caído. Pero fue inútil.

En menos de diez segundos, Saerus había matado a treinta hombres con sus propias manos. Sus movimientos eran una danza letal, golpes certeros que dejaban a sus enemigos sin vida antes de que pudieran siquiera levantar sus armas. El resto de su ejército no tardó en llegar a la placeta, y lo que quedaba de los guerreros del sur fue degollado en cuestión de minutos. El aire se llenó del olor metálico de la sangre, y el suelo empedrado se tiñó de rojo.

Cuando el último de los guerreros del sur cayó muerto, Saerus se giró hacia Tobías. Sin decir una palabra, extendió su mano y desató las cuerdas que ataban al antiguo tirano. Tobías, aturdido por la rapidez de los acontecimientos, sintió el alivio en sus muñecas mientras las cuerdas caían al suelo. Pero el momento de calma duró poco.

Desde detrás, Rorik, herido y humillado, se levantó con un cuchillo que había ocultado en su cinturón. Sin previo aviso, corrió hacia Saerus y, con un grito lleno de odio, hundió el cuchillo en la espalda del líder del norte.

Saerus gruñó, su cuerpo temblando por el dolor, pero no cayó. Tobías, ahora libre, se abalanzó sobre Rorik antes de que este pudiera asestar otro golpe. Ambos hombres rodaron por el empedrado, forcejeando violentamente mientras disputaban una espada que había caído cerca. Sus cuerpos chocaban contra el suelo, gruñidos de esfuerzo y furia escapando de sus labios.




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