Rorik sintió una punzada en el brazo al tiempo que la hoja de Tobías se hundía en su piel. El corte fue más profundo de lo que hubiera imaginado; la quemazón le recorrió hasta el hombro y sus músculos parecían desgarrarse desde adentro. La sangre brotó rápidamente, y el ardor intenso dio paso a una furia implacable. Rorik apretó los dientes, su voz escapándose en un rugido mientras sus pensamientos ardían en un solo propósito.
—¡Voy a matarte! —murmuró con la voz enrojecida, lanzando un espadazo que iba dirigido al corazón de Tobías. La espada buscaba un desenlace fatal, pero Tobías desvió el golpe con precisión, haciéndolo saltar hacia un lado con facilidad. Su experiencia y velocidad se evidenciaron en cada movimiento, y en un segundo, Tobías aprovechó para dar un fuerte puntapié en el pecho de Rorik, quien cayó de espaldas.
El golpe dejó a Rorik sin aire y sintió cómo el dolor de su brazo comenzaba a propagarse; el brazo entumecido ya no le respondía del todo, y el mundo giró por un instante. Aun así, intentó ponerse en pie, pero su cuerpo le fallaba. La herida abierta palpitaba con una intensidad que le cegaba los sentidos, cada respiración era una agonía, pero sus ojos no perdían de vista a su enemigo.
Sin embargo, Tobías no mostró compasión. En un movimiento calculado, giró sobre sus talones y trazó un arco con su espada que describió un semicírculo, veloz y preciso. Antes de que Rorik pudiera procesar el movimiento, sintió la fría hoja deslizarse por su cuello. El mundo se volvió un torbellino de dolor y oscuridad; su última imagen fue la figura impasible de Tobías, que parecía sellar su destino en ese instante. La cabeza de Rorik cayó al suelo con un golpe sordo, mientras la sangre manaba de su cuerpo y se extendía por el suelo de piedra.
Unos segundos después, Nelah corrió hacia Tobías y se lanzó a sus brazos, sus ojos se nublaban con lágrimas de alivio y confusión.
—Desde ahora y hasta el fin de mis días seré un gobernante justo —le prometió Tobías, con una intensidad en la mirada que hacía parecer cada palabra como un juramento.
Nelah le besó, y en ese instante, ambos se envolvieron en la certeza de que su vida estaba unida por algo más profundo que el poder o la guerra. Desde el rincón de la sala, Dorntal y Saerus observaban la escena en silencio. Sin decir nada, ambos se acercaron y rodearon a Tobías, mientras Dorntal dejaba escapar un suspiro que llevaba dentro más de lo que aparentaba.
—Ahora comprendo todo —murmuró Dorntal, mirándolos—. Creo que por amor, hasta yo dejaría de ser quien soy.
El agotamiento de la batalla comenzaba a notarse en el cuerpo de Tobías, aunque las heridas no eran graves, cada músculo y corte requerían atención inmediata. Dorntal y Saerus lo escoltaron a su habitación, y Nelah caminó detrás de ellos, manteniéndose cerca sin abandonar su serena presencia. Al llegar, se quedó en el pasillo, aguardando con paciencia a que alguien le diera permiso para entrar.
Saerus salió al cabo de un rato, observó con cautela a Nelah y miró en ambas direcciones del pasillo, asegurándose de que nadie los veía o escuchaba.
—Pronto estarás donde debes estar —le dijo, posando ambas manos en sus hombros y mirándola intensamente. Tras esas palabras, la dejó sola y emprendió su camino de regreso al norte. Nelah asintió con una mezcla de agradecimiento y tristeza, y tras una breve pausa, entró en la habitación de Tobías.
Este se hallaba recostado, aún con la respiración un tanto entrecortada. Dorntal, que se encontraba a su lado, se percató de la entrada de Nelah.
—Puede dejarnos a solas, Dorntal. Además, ¿podría encargarse de los hombres que llegaron con Rorik? —pidió Nelah, en un tono que combinaba suavidad y autoridad.
Dorntal asintió en silencio y abandonó la habitación, dejando a ambos en la soledad que Nelah había buscado. Se acercó a la cama y observó a Tobías con una mezcla de orgullo y nostalgia.
—Vaya, quien diría que el gran Tobías aún conserva algo de lo que alguna vez fue.
Tobías abrió los ojos y dejó escapar una débil sonrisa antes de responder.
—¿Qué esperas, Nelah? Estamos solos… si es lo que deseas, toma mi vida ahora. Nadie te juzgará por ello.
Ella negó con la cabeza, acercándose más a él.
—¿Qué tonterías dices?
—Siempre lo supe, Nelah —murmuró Tobías—. Eres una princesa del norte.
Ella apartó la mirada y luego, con voz firme, respondió:
—¿Qué importa ahora? —susurró con ternura, tomando la mano de Tobías—. Te necesito a mi lado. Me enamoré del hombre que asesinó a mis padres. Solo quiero que gobiernes con justicia.
Tobías la miró con la ternura que solo alguien que ha comprendido el peso de sus actos puede expresar.
—Lo haré, Nelah. Lo juro. Ahora ven aquí, dame otro beso. Siento que tus besos son lo que me mantiene vivo.
Ella se acercó, posando sus labios sobre los de él. El beso fue una promesa de vida nueva, y Tobías, en ese instante, encontró en ella una paz que hacía mucho tiempo había perdido.