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Reshit
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21 de noviembre de 2017
El timbre estalló y el aula se descompuso en ruido de sillas arrastrándose, mochilas que golpeaban espaldas, voces con prisa por salir antes que sus dueños. Cerré el cuaderno de Historia con un golpe seco. El ruido del aula se volvió un murmullo lejano, Lucien se acercó sin apuro, como si la urgencia fuera un idioma que él entendía pero decidía no hablar.
—¿Hacemos el trabajo en tu casa? —preguntó—. La mía sigue siendo un campo de batalla por la mudanza.
Lucien estaba impecable, como siempre. El uniforme le quedaba exacto, la postura recta, el cabello obediente a cada norma. a veces me costaba creer que tuviésemos la misma edad; había en él una calma demasiado grande, como si estuviera siempre un paso por encima del tiempo.
Llevábamos apenas casi un año conociéndonos, pero desde el principio hubo algo inevitable. Nos acercamos de manera natural, sin buscarlo, y pronto me descubrí compartiendo con él cosas que no confiaba a nadie más. No era solo amistad, ni tampoco lo otro. Era un espacio en medio, difícil de definir, en el que yo me sentía a salvo. A veces me bastaba mirarlo para que todo lo que me revolvía por dentro se silenciara. Y, al mismo tiempo, esa serenidad me ponía nerviosa, como si su sola presencia revelara partes de mí que prefería no mostrar.
—Está bien —respondí, fingiendo indiferencia.
El aula se vaciaba con rapidez. Afuera, el pasillo rugía con el empuje de los demás. Yo recogí mis cosas con calma, sintiendo que, a pesar de la multitud, el centro de gravedad se reducía a él y a mí.
El pasillo nos tragó: empujones, risas demasiado altas, conversaciones que se atropellaban entre sí. Sienna ya nos esperaba de pie como si dos horas escuchando el monólogo de aquel profesor no le hubiese afectado.
— ¿Sobreviviste a Historia o hay que velar otro pedazo de tu alma?
Sienna era imposible de ignorar. Tenía esa clase de carisma que llenaba un pasillo entero sin proponérselo. Su cabello rubio recogía la luz de los fluorescentes, sus ojos verdes eran brillantes como vidrio recién lavado, y las pequeñas pecas que le adornaban la nariz y las mejillas le daban un aire de muñeca antigua, delicada pero imposible de romper. Todo en ella parecía diseñado para irradiar vida.
—Todavía me quedan fragmentos útiles —respondí, atrapada en su energía como siempre.
Se rio y se aferró a mi brazo, arrastrándome hacia su órbita con la naturalidad de alguien que nunca pide permiso porque no lo necesita. Nuestra amistad había nacido así, de manera espontánea: Sienna no preguntaba, simplemente entraba en tu mundo y, cuando te dabas cuenta, ya lo había llenado de color.
Ella saludó a Lucien con la misma energía y él le regaló una sonrisa. Yo, entre ambos, me descubrí otra vez en ese extraño equilibrio: la calma de Lucien y el torbellino de Sienna, polos opuestos que me mantenían en pie.
El comedor era el mismo de siempre: mesas pegajosas, olor a fritura rancia y un murmullo constante que parecía no apagarse nunca. Nos sentamos en la mesa habitual, ese rincón lo bastante apartado como para no llamar la atención, pero tampoco tan escondido como para parecer raro.
Sienna desplegó su tupper con frutas cortadas, Lucien dejó la mochila en el suelo y se sentó frente a mí con esa calma inalterable que siempre lo acompaña. Yo me apoyé en la mesa, sintiendo otra vez que el colegio entero era un tedio disfrazado de normalidad.
Las paredes me parecían siempre demasiado estrechas, los pasillos demasiado ruidosos, el aire demasiado denso. El uniforme me sofocaba, la rutina de clases me aburría y los profesores me parecían piezas desgastadas de un engranaje oxidado. Todo formaba un conjunto de lo peor. Y, sin embargo, desgraciadamente vivía en un sistema que me hacía tener que volver cada día.
—Entonces —dijo Sienna, alcanzándome un trozo de mango con esa sonrisa que siempre parecía invitar a todo—, ¿Qué tema eligieron para Historia?
El novio de Sienna apareció de repente, saludándola con un beso rápido, y detrás de él entró su grupo de amigos, un grupo de espermatozoides mal invertidos. ruidosos, insoportables, tediosos y cualquier otro adjetivo despectivo que alguien pudiera imaginar. Atractivos de cara, pero carentes de cerebro, corazón y personalidad. En ellos solo había testosterona, cucarachas jugando fútbol y posiblemente una discapacidad no diagnosticada.
—Miradlo, es como si el jorobado de Notre Dame y E.T hubiesen tenido un hijo ¿Pueden dejar ya de dar becas? —dijo Ander, inclinándose hacia sus amigos con una sonrisa torcida—. Parece un mendigo recogiendo lo que sobra.
Los chicos se reían y añadían mas comentarios hiriente.
—El otro día lo escuché intentar hablar en clase... parecía que tenía una parálisis en la lengua.
—Está claro que tiene que tener cromosomas de más —añadió otro—. Míralo, eso no es normal.
Las carcajadas subieron, una tras otra. El chico al que se referían bajaba la cabeza -sobre su bandeja, sin saber que más allá de su mesa la situación era completamente diferente.
Yo sentí cómo la rabia me subía al pecho. No hablaban de mí, pero cada palabra me sonaba como un golpe seco. No entendía cómo podían disfrutar humillando a alguien así, a plena vista, como si fuera un deporte. Me harté. Solté el tenedor en la bandeja y me giré hacia ellos.
—¿Por qué no os calláis de una vez? —escupí.
Ander me miró, incrédulo, como si no pudiera creer que alguien le plantara cara.
—Era una broma —balbuceó, todavía con la sonrisa congelada.
—¿Por qué mejor no te callas y te largas? Te aseguro que a nadie le haces gracia desde que dejaste de mearte encima.
Me sostuvo la mirada por dos segundos más... y luego parpadeó.
—Solo estábamos bromeando —dijo, bajando el tono—. Tranquila.
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Editado: 12.09.2025