Me desperté con el estómago revuelto, la boca seca y la cabeza palpitándome justo detrás de los ojos, como si tuviera una ambulancia atascada dentro del cráneo. No hacía falta abrir los ojos para saber que el día iba a ser una mierda. Lo supe en cuanto me giré en la cama y sentí que todo el cuerpo me dolía, como si me hubieran pasado por encima con una apisonadora emocional.
Estaba empapada en sudor, con la ropa interior arrugada entre las sábanas y el maquillaje aún pegado en la cara, ni siquiera me había desmaquillado. Intenté moverme, pero el cuerpo no respondía. Era como si mi mente aún estuviera atrapada en la fiesta. En los gritos. En él.
No podía dejar de verlo con esa mirada cargada de rabia, de dolor, de decepción. Esa que ni siquiera necesitó palabras. Lo había jodido todo. Lo ataqué, le solté todo lo que llevaba acumulado y más. Le dije cosas que no sabía si sentía de verdad... o si solo quería que dolieran. Y dolieron. A él y a mí.
Cerré los ojos y me tapé la cara con la almohada. El grito me salió en silencio, como una bomba muda reventándome el pecho.
No quería mirar el móvil. Sabía que tendría mensajes. De Sienna. De Lucien. Quizás incluso de Jael, con algún intento pasivo-agresivo de poner orden. Pero no podía enfrentarlo aún. Me sentía como una mezcla entre desastre nuclear y adolescente imbécil. Estaba enfadada conmigo misma, con todo el mundo, con el universo.
Y, por si fuera poco, la voz de Jael aún me retumbaba en la cabeza: "Quiere que le devuelvan sus alas."
Las piezas empezaban a encajar, aunque me costara aceptarlo. Las cosas que decía, la forma en que se movía, su fuerza, su forma de mirar... joder. Cómo me miraba.
Y yo... como una imbécil, creyendo que era solo uno más de los raros. Uno más en este circo celestial.
Y me había mentido. O no me lo había dicho, que al caso era lo mismo.
Se me revolvió el estómago. Cerré los ojos, llevándome una mano a la frente.
¿Qué más me estaba ocultando?
Si era un ángel caído, entonces ¿por qué estaba con Dixon? ¿Por qué estaba tan metido en todo esto?
Me levanté tambaleando, agarrándome al escritorio como si estuviera borracha —aunque no había bebido tanto— y fui al baño sin ni siquiera encender la luz. No quería verme. No quería enfrentar esa cara de mierda que seguro reflejaba lo mal que había salido la cosa. Me eché agua fría en la cara hasta que dejó de arderme, pero ni eso me sirvió para limpiar el nudo en la garganta.
Al volver al cuarto, el móvil vibraba en la mesilla.
Sienna: "¿A qué hora te fuiste?"
Lucien: "Rue... estoy aquí si quieres hablar."
Dixon: "Pásate por el bar cuando puedas. Tenemos que hablar."
Maravilloso. La tríada de los agobios. Y yo sin ganas ni de salir de la cama.
Tiré el móvil a un lado, me dejé caer en el colchón como una bolsa vacía y me tapé con la manta. Quería desaparecer y borrar las últimas 48 horas de mi vida. Rebobinar hasta antes de la fiesta o hasta antes de conocer a Rylan, incluso. Pero ya no se podía volver atrás. Y lo peor de todo es que ni siquiera podía odiarle.
Pasé el sábado entero sin salir de la habitación. Solo me levanté para mear y picar algo de comida. Ignoré a Lilith cuando me llamó, inventándome que tenía migraña. Lo peor es que no mentía del todo. Tenía migraña, pero en el alma.
No respondí a los mensajes de nadie. Silencié los chats y apagué el móvil. Me encerré en mi burbuja de mierda y decidí que no iba a existir por al menos veinticuatro horas. No quería pensar. No quería sentir. Solo... nada.
Intenté ver algo en la tele, pero no me concentraba. Abrí un libro, lo cerré. Pensé en escribir algo en mi cuaderno, pero las palabras no salían. Era como si el incendio se me hubiese quedado por dentro y ahora estuviera quemando en silencio.
Me dolía la cabeza. El pecho. La conciencia.
Cada vez que pensaba en Rylan se me encogía algo por dentro. Había visto su cara antes de que se fuera. Había escuchado cómo su voz se rompía. "No te reconozco", me dijo. Y lo peor es que... yo tampoco me reconocía. No sabía en qué me había convertido.
El domingo por la tarde, cuando ya pensaba que podía quedarme a vivir en la cama para siempre, me acordé de algo.
—El coche.
Lo había dejado en casa de Sienna. Después de todo. Después del escándalo, del beso, de Rylan. Ni eso había solucionado. Ni siquiera había tenido la decencia de escribirle a mi mejor amiga para decirle que estaba viva.
Me quedé un rato sentada en el borde de la cama, en bragas y camiseta vieja, con el pelo hecho un asco y la cara como de funeral. Mirando al vacío. Intentando que mi cerebro no explotara.
Me metí en la cama otra vez, porque la verdad, en ese momento, lo único que podía soportar... era seguir escondiéndome.
Nunca pensé que un lunes cualquiera me parecería el equivalente emocional de un apocalipsis, pero ahí estaba, arrastrando el cuerpo como si hubiese cruzado el infierno de fiesta y vuelto sin souvenir. Aún tenía el estómago cerrado, el alma colgando de un hilo y las neuronas haciendo huelga por agotamiento.
Y claro, por supuesto, el bus iba lleno. Me senté al fondo, al lado de un chico que olía a colonia barata y dormía con la boca abierta. Cerré los ojos, fingí que no existía, que todo era un mal sueño, que Rylan no había tenido alas y que no le había gritado cosas horribles.
Al llegar al instituto, todo era exactamente igual que siempre, y eso me jodía más de lo que debería. Sienna estaba en su casillero, rebuscando algo en la mochila mientras hablaba con Clara y otro grupo. Llevaba esa chaqueta de pelito que parecía una nube y el eyeliner perfecto, como siempre. En cuanto me vio, sonrió. Grande. Sin rencores, sin juicios. Solo ella, siendo ella.
—¡Hombre! —dijo, dejando a medio cerrar el casillero y viniendo hacia mí como si no me hubiera esfumado todo el fin de semana—. ¿Te secuestraron o qué?
Tragué saliva, y puse la mejor sonrisa que me salía. Que era bastante lamentable, la verdad.
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Editado: 04.08.2025