Requiem por mi mano ausente

Capítulo 12

Capítulo 12

 

 

La gendarmería del distrito xviii…

 

… a las diez de la mañana se encontraba bastante tranquila. En la entrada, un agente me cortó el paso y me preguntó qué deseaba. Después de identificarme y mostrarle la citación que había recibido, me condujo por un largo pasillo hasta un despacho de reducidas dimensiones. Tras invitarme a tomar asiento en una de las sillas situadas frente a una funcional mesa de escritorio, me comunicó que el inspector acudiría enseguida.

A Lizza y a Girad los habían interrogado el día anterior y, según me contaron, les recomendaron que no salieran de la ciudad y que estuvieran localizables. Estábamos confusos, no llegábamos a entender la intervención de la policía en la muerte de Kaminsky cuando todo indicaba que había fallecido porque su gastado corazón no pudo hacerle frente a otra factura de una vida de excesos. Pero era aún más sorprendente que no nos hubieran entregado el cadáver para enterrarlo.

Cuando transcurrieron quince minutos sin que hubiese aparecido nadie, mi paciencia comenzó a agotarse. Si ya era dolorosa la muerte de mi amigo, estar en una gendarmería por su causa me resultaba, como poco, desconcertante. Desde que falleció no había podido dormir. Tan solo lograba dar una cabezada larga, inmerso en imágenes perturbadoras que no me proporcionaban reposo ni descanso. Los dolores de cabeza habían regresado, con lo que empeoraban aún más mi estado anímico.

Me levanté y di unos pasos por la habitación; el agobio estaba haciéndose insoportable. Iba a salir para preguntar si se habían olvidado de mí, cuando se abrió la puerta y apareció el inspector. Era un hombre de mediana edad, alto, de ojos oscuros tras unas gafas de pasta negra y rostro amable, algo que me llamó la atención quizá por la idea preconcebida de que los policías tienen que ser tipos duros. Me tendió la mano y se presentó:

—Soy el inspector Cloutier, Visen Cloutier. Lamento haberle hecho esperar. Imagino que supondrá para qué le hemos citado.

—Pues no, la verdad. Me sorprende el interés de la policía en la muerte de mi amigo. Le agradecería que me dijera qué es lo que estoy haciendo aquí.

—Tengo entendido que usted mantenía una relación íntima con él, ¿no es así?

La pregunta me irritó. Formulada de esa manera parecía insinuar que pudiéramos ser pareja, y no es que me molestase esa posibilidad, sino el tonillo y la frialdad con la que la formuló. Tuve la sensación de que, para el comisario, la muerte de Kaminsky era un puro trámite.

—Éramos amigos, sí. Supongo que es a lo que se refiere. También vecinos, y tocábamos en el mismo local —le respondí abruptamente.

—Eso me han dicho. ¿Desde cuándo se conocían?

—Desde hace unos siete años.

—En todo ese tiempo, aparte de usted, ¿sabe si tenía otros amigos o personas con las que se relacionara?

—Era muy popular. En el cafetín, los clientes lo apreciaban mucho. Pero eran amistades superficiales, que yo supiera. Bueno, si exceptuamos a Girad y a Lizza.

—Según me han dicho, tuvo un novio. Un muchacho italiano.

—Sí, pero eso fue hace mucho tiempo. Desde que rompieron solo ha mantenido relaciones esporádicas… ¿Puede decirme a qué viene todo esto?

Cloutier se inclinó hacía a mí y, bajando la voz, me dijo:

—En la muerte del monsieur Kaminsky las circunstancias no están del todo claras.

—¿Qué significa eso? —le pregunté ansioso.

El inspector, haciendo caso omiso a mi pregunta, continúo sondeándome:

—¿Recuerda algo que le llamara la atención en su comportamiento los días previos a su muerte?

—¿Qué quiere decir?, ¿a qué se refiere?

—Dígamelo usted… ¿Lo encontró nervioso o disgustado?, ¿hizo algo que no fuera habitual en él?, ¿recibió alguna visita inesperada o se vio con alguien?

—¡Oiga, era su amigo, no su niñera!, más bien podría decir que él era la mía. Que yo sepa, no tuvo ningún encuentro inusual, o al menos con nadie importante como para que me lo comentara. Y su comportamiento fue el de siempre. No advertí ningún cambio en él; bueno, pensándolo bien, estaba un poco más filosófico. Pero ¿por qué tantas preguntas? Tanto misterio está poniéndome nervioso.

De nuevo obvió mi comentario para seguir con el interrogatorio:

—¿Qué hizo usted la noche que murió su amigo? ¿Dónde estaba?

—¿No creerá que he tenido algo que ver con su muerte? ¡Era mi amigo! —casi grité sin poder controlarme.

El inspector, impasible, replicó:

—No ha contestado a mi pregunta.

—Estuve en casa.

—¿Solo?

—Sí, solo —afirmé, dominando el malestar que me producía el interrogatorio.

—Sin embargo, creo que asistieron juntos a la ópera.

—Eso fue el día anterior a su muerte —precisé, cada vez más confundido.

—Me gustaría que me contara todo lo que recuerde de esas horas previas.

Se lo resumí sucintamente, dejando el encuentro de Katrina al margen. Pero el inspector sabía más de lo que aparentaba:

—Tengo entendido que esa noche usted se marchó con una mujer.

—Sí, estuve con una amiga.

Consultó unos papeles que tenía sobre la mesa, antes de añadir:

—Con la violinista rusa Katrina Mateeva. Hace años fueron compañeros, tocaban en la misma orquesta. Monsieur Kaminsky y usted acudieron a ver su actuación en la ópera, y al parecer pasó la noche con ella.

Un estallido de furia barrió mi sorpresa. ¿Cómo podía saber eso?, ¿estaban espiándonos? Las palabras se me atragantaban por la indignación. Supongo que el inspector se percató de mi reacción, pero, impasible, prosiguió:

—¿Ocurrió así?

—Fue el reencuentro con una vieja amiga, nada más —le aclaré—. Aunque me parece que eso usted ya lo sabe. No creo que sea relevante con quien pasara yo la noche, además, ella está casada y no desearía que se viera involucrada.




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