Requiem por mi mano ausente

Capítulo 15

Capítulo 15

 

 

El día se me estaba haciendo interminable…

 

… y apenas era media tarde. La conversación con el inspector me había dejado demasiado agitado como para regresar a casa y tratar de aliviar el dolor que me martilleaba las sienes. Las viejas jaquecas, en los últimos días, volvían a ser frecuentes y sabía que no se irían solo con el analgésico si no me relajaba tumbado en la cama y a oscuras. No podía apartar de mi mente la confirmación del asesinato de Kaminsky. Esa certeza estaba allí, pulsando mi cerebro y aumentando la congoja en mi estado de ánimo, por lo que decidí dejar que mis piernas me llevaran a cualquier lugar, sin rumbo fijo, mientras hacía tiempo para ir a ver a Girad, que era ave nocturna y conservaba la costumbre española de echarse la siesta después de comer.

Pensé en llamar a Lizza pero al final lo descarté. Mejor darle un respiro para que desconectara de lo ocurrido, al menos durante unas horas.

El sol había logrado romper la barrera de nubes y le daba un poco de calidez a la atmósfera. Invitaba a pasear. Callejeando, llegué a la Placce de Abbesses, y me detuve un momento ante Le Mur des Je T’aime. Más de mil quinientos te quiero, en trescientos idiomas diferentes, grabados en losetas de lava esmaltada, configuran la obra del muralista Daniel Boulogne en la que plasmó la colección de palabras de amor que el poeta y compositor Frederic Baron había recopilado en sus viajes por todo el mundo. Me entretuve un rato leyendo algunas; otras, escritas en idiomas extraños, me eran impronunciables. ¡Te quiero! ¡Cuántas veces se dice de manera superficial sin sopesar su verdadero valor, sin pensar la carga emocional que encierran esas ocho letras! O cuántas otras se silencian y se evita pronunciarlas por el compromiso implícito que conllevan.

Y recordé las veces que yo las había pronunciado… a Katrina, a Francesca, a mis padres… Caí en la cuenta de que no habían sido demasiadas, la verdad. ¡Lizza!… Su nombre me vino a los labios, de improviso. Tras su agresión, la posibilidad de perderla me había llenado de ansiedad. Ese sentimiento, nuevo para mí, no dejó de sorprenderme. No imaginé que me afectase tanto lo que pudiera ocurrirle. Mi inquietud había sobrepasado la barrera de lo que se siente cuando tienes conocimiento de la desgracia sufrida por alguien que te importa.

Reflexioné sobre nuestra relación y me sentí aún peor. Lizza, aparte de nuestros encuentros bajo las sábanas, a mi voluntad, había estado siempre a mi lado, igual que Kaminsky. Me había ofrecido su amistad sin condiciones, a cambio de las migajas que yo quisiera ofrecerle. Es más, siempre se había mantenido en un segundo plano, en silencio, como si no considerase que pudiera estar a mi altura ni siquiera como amiga, como si por ejercer la prostitución fuese una mujer de segunda.

Enfrascado en mi propia desgracia, hundido en el lodo que yo mismo me había echado encima, añorando una quimera, no fui capaz de ver a quienes de verdad me querían, me tendían la mano y estaban a mi lado todos los días. Me sentí despreciable. Ya no podía rectificar con Kaminsky; deseé que allá donde se encontrase pudiera leer mi corazón y perdonarme. Con Lizza, por suerte, aún estaba a tiempo.

Envuelto en mis cavilaciones seguí mi camino. De pronto tuve la extraña e insistente sensación de que alguien me observaba. Me volví bruscamente y, entre los transeúntes, en la acera de enfrente, descubrí a un hombre que caminaba en mi dirección y miraba hacia donde me encontraba. Durante un segundo, a pesar de que escondía los ojos con unas gafas de sol oscuras, tuve la certeza de que se cruzaron nuestras miradas. Era alto, tanto como yo, vestía de forma informal y se cubría la cabeza con una boina de esas al estilo del Ché. De improviso, él se detuvo frente a un escaparate y comenzó a mirar hacia los lados, como buscando a alguien, mientras fingía consultar el móvil que sacó de uno de sus bolsillos. Fuera lo que fuese lo que estuviera haciendo, no supe por qué razón, su presencia me alarmó. ¿Estaría siguiéndome? Mi primer impulso fue alejarme lo más rápido posible. Estaba a dos pasos del Le Petit Parisién. Mejor entrar y tratar de serenarme.

No respiré tranquilo hasta que ocupé una mesa en su interior. Pedí una cerveza mientras disimulaba ojeando la carta que un servicial camarero me había ofrecido pensando que iba a cenar. Mientras esperaba mi consumición, llamé a Girad, pero no respondió. Contrariado, en cuanto me sirvieron la cerveza, me la bebí en dos tragos, me disculpé con el metre y volví a salir a la calle. El hombre que tanto me había inquietado ya no estaba.

Me mezclé con la gente y volví a llamar a Girad. Fue un alivio escuchar su voz: «Estoy en el cafetín, aquí te espero. Entra por la puerta de atrás». Aceleré el paso, deseaba llegar cuanto antes. Miraba a las personas que se cruzaban conmigo con aprensión y de vez en cuando volvía la cabeza por ver si alguien me seguía. «Estás paranoico», me dije. Sin lugar a duda, lo que me había contado el inspector estaba afectándome más de lo que yo podía imaginar.

 

 

Girad hacía más vida en el local que en su casa. En muchas ocasiones se quedaba a dormir cuando las veladas se alargaban o había traspasado su límite bebiendo. Llegó a sopesar dejar su apartamento e instalarse allí para ahorrarse la renta, pero tendría que hacer reformas, y luego estaba la escasa luz en el interior. Girad era mediterráneo y necesitaba del sol para hacer su propia fotosíntesis, como solía decir.

Cuando llegué, tal y como me había dicho, me encontré la puerta de atrás entreabierta y a él en la cocina preparando la masa para las pizzas y empanadas que constituían la mayor parte de la carta que ofrecía a sus clientes, aunque siempre añadía alguna especialidad de su tierra. Un guiso de carne y setas llamado fricandó se cocinaba a fuego lento para esa noche. Me incliné sobre la cazuela y aspiré su delicioso aroma. Al verme, me preguntó:




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