Requiem por mi mano ausente

Capítulo 16

Capítulo 16

 

 

Aquella noche…

 

… tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para afrontar la velada. A juego con mi estado de ánimo, interpreté las canciones más melancólicas de mi repertorio hasta el punto de que Girad, en un momento determinado, se acercó a mí con la disculpa de llevarme un vaso de agua y me dijo entre dientes:

—Algo más alegre, por favor, estás durmiendo al personal.

Aproveché para anunciarle:

—Vamos a tener visita. —Ante su expresión de perplejidad, añadí—: Luego te cuento, pero procura hoy echar el cierre cuanto antes.

Cambié de registro y finalicé esa primera parte con Les Champs Élysées, de Joe Dassin, invitando a los clientes a corear el estribillo. Me giré para agradecer los aplausos y, entonces, la vi: ocupaba una discreta mesa, al fondo del local.

El corazón me dio un vuelco y sentí un golpetazo en el pecho que me dejó sin respiración. ¡No podía creérmelo! A la última persona que habría esperado ver era a ella, y mucho menos en el cafetín.

Katrina aplaudía desde el otro extremo de donde yo me encontraba. Cuando percibió que la había visto, esbozó una sonrisa. No pude reaccionar, me quedé paralizado mirando a aquella mujer que en dos ocasiones me había destrozado y que ahora se presentaba ante mí, sin previo aviso, como si nada hubiera pasado.

Estaba bellísima, vestía toda de blanco: blusa y pantalón. Sobre los hombros, una gabardina negra acentuaba el contraste. El pelo recogido en una coleta le hacía parecer mucho más joven y dulcificaba sus ya suaves facciones.

Cuando me recuperé de la impresión, me giré bruscamente y le di la espalda. ¿Qué hacía ella allí? ¿Cómo se había enterado de dónde tocaba? No recordaba habérselo mencionado. Y, después de nuestra despedida, ¿qué pretendía?, ¿hundirme más?, ¿regodearse en mi desgracia? Además, ¿no había dicho que aquella mañana se marchaba de París?

Todas esas preguntas pasaron en segundos por mi cabeza junto con los recuerdos de aquel día, cuando la vi subir al taxi como una diosa. Las horas que pasé vagando por las calles, cual perro apaleado, hasta que Kaminsky me llevó a casa. ¡Kaminsky! Si esa noche me hubiera quedado a tocar con él, quizá ahora estaría vivo. De pronto, una oleada de indignación me levantó de la banqueta y mal encarado me dirigí hacia ella. Katrina, al ver mi expresión, demudó su sonrisa y tensionó su cuerpo. Sin preámbulos, la interpelé con brusquedad:

—¿Qué haces aquí?

—Lawrence, por Dios, siéntate un momento. Esperaba darte una grata sorpresa; al parecer, no ha sido así. Tenía que volver a verte.

—No entiendo por qué ni para qué. Lo dejaste todo aclarado el otro día. No es necesario agrandar la herida para que vuelva a sangrar.

Sin duda, no esperaba mi destemplada reacción e intentó suavizar:

—Lawrence, pensé que te alegrarías de verme.

—¿Por qué iba a hacerlo? No queda nada gozoso que compartir entre nosotros. ¿O quizá te apetecía cerciorarte de mi infortunio para hacer más evidente tu éxito?

Katrina, ante mi ataque, hizo una inspiración profunda para después contestar, controlando su voz:

—¿Cómo puedes pensar eso, Lawrence? Sabes que yo no soy así.

—No, Katrina, yo ya no te conozco, no sé cómo eres. En realidad, una perfecta desconocida. Ahora me doy cuenta de que durante todos estos años he estado persiguiendo una quimera, un fantasma. Pero ya se acabó. Creí entender que esa misma mañana te marchabas de la ciudad. Yo mismo te vi salir del hotel con tu maleta. ¿Qué haces aquí todavía? ¿Algún contratiempo inesperado? —le pregunté con sorna.

—De camino al aeropuerto me avisaron que nos reclamaba La Scala de Milán. No estaba incluida dentro de nuestro calendario, pero, dado que hasta dentro de tres semanas no actuamos en Viena, se aceptó la proposición. Yo decidí quedarme unos días más en París antes de viajar a Italia.

—Muy bien, pero no me has dicho a qué has venido —le espeté, impacientándome.

—Me enteré de la muerte de tu amigo Kaminsky y deseaba darte el pésame. La otra noche, en el Garnier, me pareció que os unía una buena amistad. Era un hombre muy agradable o, al menos, esa impresión me dio cuando hablé con él en su casa. Imaginé que te habría afectado mucho y sumado a lo nuestro… En fin, quise darte un poco de apoyo o de consuelo, como quieras llamarlo.

—¿Dices que hablaste con Kaminsky en su casa…? ¿Cuándo sucedió? —le pregunté, incrédulo.

—No respondiste a la invitación que te envié, ¿recuerdas?, y tu silencio me sonó a negativa. Por eso decidí ir a verte. No te encontré. Contemplando esa posibilidad, o incluso que no me recibieras, escribí una carta para dejártela en el buzón o dársela a algún vecino para que te la entregara. Me marchaba cuando me crucé con Kaminsky; fue muy amable. Hacía frío y, al saber que iba a visitarte, me invitó a esperarte en su apartamento tomando un café. Estuvo enseñándome sus pinturas: tenían clase.

»Me contó que tocabais aquí todas las noches. No tardó mucho en imaginarse quién era yo y, cuando preguntó, se lo confirmé. Le dije que necesitaba hablar contigo, de ahí la invitación a la ópera, como excusa, la verdad. Pero le rogué que no te dijera nada. Deseaba que, si aceptabas, lo hicieses por propia convicción, sin que nadie te instara o te forzara a ello. Al rato volví a subir a tu apartamento, pero, al parecer, no habías vuelto, por lo que me marché.

»Kaminsky me prometió que te entregaría mi nota sin contarte nada más que una mujer se la había dejado para ti. Imagino que su muerte ha sido una gran pérdida. Sobre todo, al no haberse producido por causas naturales. Me pareció un hombre muy agradable que te tenía mucho afecto.

La escuchaba atónito. ¡Diablo de Kaminsky! ¡Cómo pudo engañarme así! De no haberlo conocido hasta me habría enfadado con él, pero al punto recordé sus palabras cuando me acompañó a la salida de la ópera camino del restaurante, y comprendí su intención al ocultármelo. «Habla con ella, cuéntale la verdad. Luego dile adiós, déjala marchar, libérate y olvídala. Si no pasas página, jamás podrás volver a ser feliz». Sin duda pensó que era una oportunidad única de cerrar esa etapa de mi pasado, desprenderme del lastre que me atrapaba en ese episodio de mi vida. Fue un buen amigo hasta el final. Pero su bondad no lavaba la culpa de ella, por lo que puntualicé:




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