Requiem por mi mano ausente

Capítulo 20

Capítulo 20

 

 

El apartamento se encontraba…

 

… en un ordenado desorden. Los acontecimientos de los últimos días no me habían dejado tiempo para la limpieza. Lo dejaría impecable antes de regresar al mío. Me disculpé por ello y lo invité a sentarse.

—¿Te apetece beber algo? ¿Whisky?, ¿vino? —le ofrecí.

—Un café solo, si pudiera ser.

—¿A estas horas de la noche? —le pregunté extrañado, mirando el reloj.

—Estoy tan acostumbrado a la cafeína que ya no me hace ningún efecto y tampoco me interrumpe el sueño —me aclaró.

Mientras yo iba a la cocina a cargar la cafetera él se dirigió a la ventana. En un cielo sin nubes, la luna lucia majestuosa en su plenitud, reflejando su brillo en las pizarras de los tejados.

—¿Te importa que abra? —me preguntó—. Hay una estupenda vista desde aquí.

—Es lo mejor de la casa.

Estuvo unos minutos contemplando el paisaje nocturno hasta que un golpe de brisa se introdujo en la habitación y batió las hojas de unas revistas que había sobre un escritorio. Didier se apresuró a cerrar la ventana mientras se disculpaba.

—No te preocupes, la habitación necesitaba airearse.

Acomodados en el sofá, él con su café y yo con mi whisky, durante unos instantes ninguno de los dos dijo nada. Tuve la sensación de que nos hacíamos un análisis mutuo, a pesar de que Didier parecía observar la habitación.

—Tu amigo tiene un piso muy agradable —comentó para romper el hielo.

—Y muy caro —añadí yo—. Pero Michael puede permitírselo.

—Estarás preguntándote de qué quería hablar contigo.

—La verdad es que sí. Imagino que será algo relacionado con Kaminsky, a no ser que estés interesado en hacer un reportaje sobre mi brillante carrera musical —le dije con sorna—. Tengo la impresión de que sabes mucho más sobre su muerte que lo que dejaste traslucir en tu artículo.

Didier sonrió, amable.

—Eres muy observador. En tu caso no se cumple eso de que los artistas están siempre en el mundo de las musas. Me has pillado —bromeó—. Sí, sé lo sucedido. Que estuviera aquel día en el cafetín no fue casualidad, aunque es cierto que me cautivó su forma de tocar. Fui sincero en mi crónica.

Cuando escuché aquello, volví a sorprenderme: ¡un secreto más de Kaminsky! Y así lo manifesté:

—Me parece que mi amigo me ocultaba demasiadas cosas. ¿Desde cuándo os conocíais?

—Fue esa misma noche, en el cafetín. Estaba previsto que contactáramos allí. —Viendo mi cara de perplejidad, dijo—: Antes de continuar, creo que debes conocer ciertos detalles. —Bebió un sorbo de café, dejó con cuidado la taza sobre la mesa baja frente al sofá y prosiguió—: Como sabes, trabajo en Le Monde. Ya son veinte años desde que comencé en el periódico. Mi veteranía es un grado y sin vanidad puedo decir que me permiten escribir sobre lo que me plazca, aunque en los créditos aparezco vinculado a Sociedad y a Internacional. Pero mi especialidad es el periodismo de investigación y, dentro de él, los temas relacionados con los servicios de inteligencia y espionaje. Ese mundo me apasiona y, en más de una ocasión, he metido la nariz en operaciones secretas y nidos de espías, y he podido, si no levantar tapas de cloacas, sí señalar algunas de las que los gobiernos prefieren mantener más que selladas, ocultas.

—En verdad, me asombras —admití—. No podía vislumbrar a través del artículo que tu verdadero oficio sea rastrear secretos de espionaje. El periodista transmitía una sensibilidad y emoción fuera de lo común, capaz de captar el alma del músico y de la propia música, cualidades que me parecen ajenas a quien, por dedicarse a ese trabajo, se supone que la frialdad y el autocontrol deben ser sus principales cualidades. Además, nadar en esas aguas me parece muy peligroso. ¿Cómo fue que lograste introducirte en ese mundo impenetrable para el ciudadano de a pie?

Didier sonrío ante mi pregunta.

—Parece que estuvieses interrogándome —volvió a bromear—. A tu primera observación te diré que es un tópico lo de la dureza y carácter impasible, además, yo no soy un espía. Mi faceta de investigador no me imposibilita sentir y emocionarme. Mis sentidos no están abotargados a pesar de todo lo que he visto, y ha sido mucho, créeme. Tal vez por esa circunstancia, por toda la basura que he advertido, es por lo que aprecio más el arte y la sensibilidad. Respecto a tu segunda pregunta, en ocasiones, las puertas blindadas de los servicios secretos dejan un resquicio para que se asome la prensa cuando les interesa que se hagan públicas ciertas historias, bien para destacar su buen hacer o para darles publicidad a alguna operación que desean que salga a la luz pública. Otras veces, es un intercambio

—¿Un intercambio? —le pregunté con curiosidad.

—Sí, ellos te proporcionan un buen material para una historia a cambio de un favor. —Como se percató que seguía sin entender, me aclaró—: Me permiten consultar material clasificado a cambio de que, en determinados momentos, les hagas algún encargo especial, como en este caso.

Mi desconcierto iba en aumento.

—Pero, entonces, ¿trabajas para los servicios secretos franceses? ¿Eres un espía?

—¡No, mon Dieu! Ya te he dicho que no. El mundo del espionaje es muy duro y las personas que transitan en él terminan por sufrir secuelas tanto físicas como emocionales; además, yo no doy la talla. Lo que a mí me gusta es investigar y luego escribir y publicarlo. Hoy día, los tentáculos de los servicios de inteligencia de todos los países han llegado hasta la prensa y a las salas de redacción, en algunos casos con mucha influencia. Pero no es el mío, mis incursiones en esas redes son circunstanciales y procuro mantener mi independencia e intimidad cuanto me sea posible.

Dubois se levantó y se sirvió él mismo otro café.

—Se habrá enfriado, espera, que lo caliento —me ofrecí.




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