Requiem por mi mano ausente

Capítulo 21

Capítulo 21

 

 

Las jornadas posteriores transcurrieron sin sobresaltos…

 

… y recuperamos la normalidad, solo alterada por los registros que llevó a cabo la DGSE en mi apartamento y en el cafetín en busca de la maldita lista. Tengo que admitir que fueron cuidadosos en extremo, procurando alterarnos lo menos posible y revolver innecesariamente nuestras pertenencias. Ya era bastante agresión que personas ajenas husmearan en tu intimidad. Pero, como digo, fueron muy considerados, incluso cuando fueron a recoger el acordeón de Kaminsky para examinarlo. El inspector Cloutier se adelantó a las protestas de Girad, quien no quería, en modo alguno, que el instrumento saliera de L`Oiseau Noir

—Verá, monsieur Girad —le explicó paciente—, para no dejar ni un cabo suelto es imprescindible que lo inspeccionemos. Naturalmente lo hará un especialista, no imagine que ninguno de nosotros vamos a meter las manos ahí. Se hará en un prestigioso taller, a donde llevan sus instrumentos muchos músicos, y cuyo gerente está acreditado como perito judicial, y a él recurrimos cuando es necesario. Pueden estar tranquilos. Se lo devolveremos lo antes posible y sin daño alguno, pero necesitamos la certificación pericial sobre el instrumento y su estuche. Le ruego que lo comprenda.

Pero Girad no estaba por dejarse convencer. Tenía uno de esos días de obstinada testarudez en los que podía discutir hasta los más lúcidos razonamientos. Así que insistió:

—Vale. De acuerdo. Dígame dónde es y yo mismo lo llevaré esta tarde.

—No puede ser así. No es un capricho, sino un protocolo legal. Debemos ser nosotros quienes lo traslademos oficialmente y lo devolvamos a su legítimo propietario; en este caso, usted. —Y tras una intencionada pausa, rectificó—: O ustedes.

—Se lo agradezco y perdóneme la terquedad —se excusó recuperando modales—. He pasado por alto con quien estoy hablando y las amabilidades que ha tenido con nosotros.

Cloutier dijo entenderlo y le quitó importancia al asunto. «Yo mismo lo llevaré». Al cargar con él, no pudo reprimir una exclamación de sorpresa al comprobar su peso.

Tres días después, recibimos una llamada suya comunicándonos que esa misma tarde nos llevarían el acordeón en perfecto estado. Lamentó no poder hacerlo él mismo, pero le era imposible por cuestiones de trabajo y no deseaba retenerlo durante más tiempo. Nos lo entregó un policía uniformado. En el estuche venía una carta con el anagrama del taller donde lo habían revisado. Era una amable nota alabando las bondades y la calidad del acordeón, y nos advertían, aunque con otras palabras, de que un instrumento que no se usa se muere. Así mismo nos ofrecían sus servicios profesionales por si decidíamos ponerlo a la venta.

Girad, cuando leyó la nota, se indignó. La sola idea de que alguien volviera a tocar ese acordeón le pareció una ofensa.

—Por lo que a mí respecta, murió la misma noche que Kaminsky —dijo en un tono notablemente agrio al tiempo que cerraba el estuche y desaparecía con él en el almacén.

Días después, Girad nos sorprendió: había mandado a construir una hornacina acristalada y con luz propia en una de las paredes del cafetín y dentro puso el acordeón ligeramente abierto del fuelle. A su lado, la página enmarcada de «La noche del milagro» y, sobre ambos, una gran foto de Kaminsky, aunque quizá habría que decir de la sonrisa contagiosa de Kaminsky.

Después de aquello, sin explicación alguna, no volvimos a saber nada del inspector ni de agentes secretos. Los dos policías de vigilancia un buen día también desaparecieron. La sensación de peligro, según transcurrieron los días, fue desvaneciéndose hasta el punto que dejar durante una temporada París, tal como había sugerido Didier, parecía carente de sentido, por lo que ni se la planteé a mis amigos.

Seguíamos sus artículos en el diario en busca de algún indicio de lo ocurrido o sus consecuencias, pero no publicó nada que nos hiciera sospechar que se hubiera dilucidado el caso. En las ocasiones que se dejaba caer por el cafetín eludió el tema, y no me atreví a preguntar. Hablábamos de música, arte, cultura, pero parecía evitar mencionar nada relacionado con el juego de espías ni la conversación que mantuvimos aquella noche en mi apartamento.

Lizza se encontraba mucho mejor. Una vez que le retiraron la escayola del brazo, se recuperó muy deprisa, y más cuando la policía nos comunicó que podíamos regresar a nuestras casas.

Girad y yo intentamos que lo retrasara lo máximo posible, esgrimiendo que en el L’Oiseau Noir la necesitábamos. En el fondo me producía cierto resquemor volver a verla en compañía de hombres que solo buscaban en ella el desahogo físico de su libido. No pudimos retenerla durante mucho tiempo.

—¿Por qué no sigues trabajando conmigo? —le insistió Girad—. Una camarera guapa y amable es un excelente reclamo para los clientes.

Lizza sonrío con tristeza antes de contestar:

—Es tarde para cambiar de profesión y costumbres, ¿no te parece?

—Nunca es tarde para volver a empezar —afirmé yo.

—¡Mira quién habló! exclamó Lizza ante mi comentario, clavando sus ojos en los míos.

No tuvo que añadir más a su reproche. De sobra sabía a qué se refería: yo me había quedado anclado en mi desgracia. Así que cada uno volvió a su rutina y a sus costumbres.

A veces se sobrevaloran los acontecimientos concediéndoles el poder de darle justificación y significado a nuestra vida, más allá de lo tangible. Buscamos una explicación mágica para lo que la mente racional no puede comprender. En otras ocasiones, es la necesidad de pensar que todo lo que nos sucede, a la postre, es positivo, y que no habríamos podido alcanzar ciertas metas sin haber pasado antes por momentos de renuncia, de esfuerzo y de dolor. Es decir, que cuando la vida te regala etapas de felicidad o de gloria es porque se los ha cobrado por adelantado.




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