Requiem por mi mano ausente

Capítulo 24

Capítulo 24

 

 

Mi padre, para nuestro encuentro…

 

… cambió la comida por la cena. Yo tenía planeado almorzar juntos en el restaurante del hotel, pero él había reservado en el Top of de Hub. Situado en la planta cincuenta y dos del Prudential Building, era, sin duda, el mejor restaurante con vistas de la ciudad.

Me extrañó tanta ostentación de generosidad por su parte: la carta no era precisamente económica y su lujoso comedor no estaba acorde a sus gustos, más bien austeros. «Quizá quiera impresionarnos, en especial a Lizza», pensé.

El día del encuentro ella se levantó nerviosa. Deseaba causar buena impresión y seguían preocupándole las preguntas que pudieran hacerle sobre su vida y sobre su pasado. A pesar de nuestro plan para dar unas explicaciones creíbles, conocer a mis padres no dejaba de inquietarla.

Para entretener la espera, aprovechando que la temperatura no era muy fría, y con el fin de distraerla, le propuse pasar la mañana recorriendo el parque Boston Commonn, el impresionante pulmón verde de la ciudad, y ver a las ardillas trepar por los árboles a nuestro paso.

—Se me da muy mal mentir —me advirtió mientras almorzábamos en las inmediaciones del Quiosco Parcman, en un improvisado picnic, unas pizzas que habíamos comprado en uno de los restaurantes cercanos.

—No te preocupes, déjame a mí. Tenemos la ventaja de que no hablas inglés y mis padres tampoco francés. Por supuesto que os traduciré, pero yo filtraré las preguntas y las respuestas.

—De cualquier forma, creo que va a ser embarazoso. ¿Qué pensarían si supieran que la pareja de su hijo es una prostituta? —me preguntó apesadumbrada.

—Mira, Lizza, en el Antiguo Testamento las lapidaban, y en Europa, en la Edad Media, a muchas las quemaban por brujas o las azotaban, pero, por suerte, estamos en el siglo xxi, aunque es cierto que, en la actualidad, pocos países admiten la prostitución y tienen leyes que la regulen; siempre ha sido perseguida y penalizada. Sin ir más lejos, aquí, en Norteamérica, la prostitución está demonizada a causa de las cruzadas morales que se organizan en su contra. Sin embargo, muchos hombres, incluidos empresarios, magnates e incluso políticos y respetables padres de familia utilizan habitualmente el servicio de señoritas de compañía.A pesar de ello, en esta sociedad hipócrita, luego son los primeros en despreciar a las prostitutas en aras de una moralidad perversa.

—Me consta. Yo misma, en París, he llegado a sufrir ese rechazo social. Además, siempre se castiga a la mujer y se exculpa al hombre, aunque se dice que andan detrás de redactar una ley en la que se pongan multas a los consumidores de nuestros servicios.

—Lizza, eso ya pertenece a tu pasado.

—Lo sé, y asumo con dignidad lo que fui. Nunca me has preguntado por qué llegué a prostituirme.

—Algo me contó Girad, pero en realidad no me importa. Imagino que no viste otra salida.

—Cuando llegué a París…. —Lizza se quedó unos momentos pensativa, como rememorando ese momento—, me equivoqué. Muchas jóvenes terminamos por ejercer la prostitución porque en un momento de nuestra vida parece que todo se nos viene abajo. Desaparece el suelo bajo tus pies, y no tienes a qué aferrarte.

—Sé que Girad te ayudó.

—Así fue, y le estaré eternamente agradecida, pero tengo mi orgullo y no quería inspirar lástima ni deseé recibir caridad. Me quedé embarazada… ¿Qué podría ofrecerle a ese niño? Nada, por eso aborté. Girad me dijo que podía volver a trabajar en el cafetín, pero no pude aceptarlo, estaba muy débil, con el ánimo por los suelos. Luego enfermó mi madre…

—No es necesario que continúes hablando —le aseguré—, no necesito que me des explicaciones.

Sin hacerme caso, prosiguió:

—Hay gente que piensa que las mujeres se prostituyen por vicio, y no es cierto. La mayoría lo hacen por tener un medio del que vivir. Se gana dinero rápido y hay muchas que tienen hijos y padres a su cargo. Normalmente la familia no sabe a qué te dedicas y, si lo sospechan, miran para otro lado sobre todo cuando les llega el ingreso mensual. Es verdad que algunas compañeras ejercen porque les gusta permitirse algún lujo y comprarse ropa de marca y cosas bonitas. No es mi caso. Yo trabajé lo justo para ayudar a mi familia, subsistir y ahorrar un poco de dinero.

Cuando mi madre fue diagnosticada de ELA regresé a casa para cuidarla. Pero no solo necesitaba mis cuidados, los tratamientos eran muy caros, las facturas se acumulaban, los pequeños ahorros de mis padres se agotaban… Entonces regresé a París. —Hizo una pausa que yo aproveché para pedirle que parara—. No, Lawrence, déjame terminar. Procuraba seleccionar a mis clientes y no depender de nadie. Nunca acepté regalos. El dinero que ganaba se lo mandaba a mi padre, así hasta que mi madre murió.

—¿Tu padre nunca te preguntó en qué trabajabas?

—No, jamás me interrogó sobre mi trabajo. Puede que le asustase oír lo que no quería. Cuando la necesidad es grande no se cuestiona a quién te ayuda. Y la distancia fue una gran aliada. Luego, seguí ejerciendo, tal vez por inercia, puede que por debilidad, o por la atracción de un dinero rápido…, hasta que deja de serlo. Me acomodé, sí, y reconozco que tuve suerte al poder mantener mis normas.

—Sí. Dentro de ese mundo hay ciertos ambientes sórdidos de los que es mejor mantenerse apartada.

—No lo hace la que quiere, sino la que puede. Ninguna mujer desea ser explotada y verse convertida en una esclava sexual. La trata de blanca, como sabes, no es cosa del pasado. Todas esas mujeres que salen de sus países de origen engañadas, con la promesa de un trabajo digno y bien remunerado, y que al llegar son convertidas en esclavas sexuales, obligadas a prostituirse, a drogarse para minar su voluntad y poder controlarlas mejor. Los proxenetas se enriquecen a su costa y tejen una tela de araña a su alrededor de la que son incapaces de salir.




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