Capítulo 25
Winchester no había cambiado…
… desde la última vez que la visité. A pesar de que se había convertido en una ciudad dormitorio por su cercanía con Boston, conservaba ese encanto de las localidades pequeñas en las que se respira un ambiente tranquilo y sosegado.
Mientras la atravesábamos en taxi, dos días después de la cena con mis padres, camino de casa de Claire, pasamos por delante de la biblioteca y de la librería Books End, punto de encuentro cultural de la ciudad. Era sábado, día de mercado. A Lizza le llamó la atención el colorido de los puestos de frutas y verduras, y el ambiente festivo de las personas que se acercaban hasta allí para hacer el abastecimiento semanal.
Claire vivía en una de las últimas avenidas de la ciudad. Era un lugar encantador. Las casas, separadas por pequeños jardines, se alineaban a ambos lados de la calzada. Enseguida localicé la de Claire; la mantenía tal y como yo recordaba. Su planta, de dos alturas, resaltaba sobre las demás por la fachada blanca, con las contraventanas de color marrón y las pizarras negras del tejado. Una cerca de madera, también blanca, delimitaba el pequeño y coqueto jardín que rodeaba la casa.
Estaba esperándonos. En cuanto el taxi se detuvo frente a la entrada, salió corriendo a darnos la bienvenida.
—¡Lawrence, no imaginas la alegría que me da verte! —exclamó dándome un efusivo abrazo—. ¿Y tú debes de ser…?
—Lizza —me apresuré a presentarla.
Repitió el cariñoso recibimiento con ella y me instó a que le pagara al taxista y entráramos en la casa.
Una vez en su interior, se plantó delante y, poniendo sus manos sobre mis hombros, me observó con detenimiento.
—¡Déjame que te vea bien! Tienes buen aspecto.
—Tú sí que estás estupenda. Parece que has hecho un pacto con el diablo y te ha concedido el don de la eterna juventud.
—No puedo quejarme —reconoció—. He procurado envejecer con dignidad y no he descuidado mi aspecto. Pero, anda, anda, no me seas zalamero. No van a servirte tus halagos para hacerte perdonar. Estoy muy enfadada contigo. Me has tenido muy abandonada. Después de no sé cuánto tiempo sin tener noticias tuyas, me llamas, me anuncias que vienes, que te busque un alojamiento… Te confieso que estuve a punto de mandarte a…, pero te ha salvado el cariño que te tengo. ¡Anda, ven aquí! —Y terminó dándome otro abrazo.
Tenía razón en las dos cosas. Estaba muy bien para sus más de setenta años. En su rostro de facciones angulosas, no destacaba de forma llamativa ninguna arruga. Su estilo de vestir juvenil y la melena corta que le enmarcaba el óvalo de la cara, a pesar de las abundantes canas, le daban un aspecto mucho más joven. Tan solo delataban su verdadera edad sus manos arrugadas, cubiertas de manchas, cruzadas por venas azuladas. Sin embargo, los dedos permanecían finos, fuertes y, con toda seguridad, precisos. Era verdad que en los últimos años estuve más que distante. Sí que merecía la reprimenda. Conociendo a Claire, no pensaba ahorrármela. Me preparé para encajarla.
—¿Cuánto hace que no nos vemos? —me preguntó, sin esperar a que le respondiera—. Cuando viniste para el entierro de tu abuelo apenas pudimos conversar un momento en la iglesia. Un par de días después, me acerqué a casa de tus padres para saludarte, pero ya te habías ido. Estabas enfrascado en tu fulgurante carrera y no tenías mucho tiempo para tu vieja amiga. Algunas postales, cartas espaciadas, llamadas por Navidad, y no siempre. Te olvidaste por completo de tu profesora —me recriminó con afecto.
—Es cierto, Claire —reconocí—, y ahora me siento culpable. Sabes que mi cariño y gratitud hacia ti no tienen límites, pero es verdad que no te lo he demostrado como hubiese debido. Luego, tras el accidente…
—Esa es otra conversación que tenemos pendiente —afirmó, tajante.
—Lo hablaremos —le prometí—. En fin, espero que me hayas perdonado.
—Vas a tener que ganártelo tocando para mí —bromeó.
Al poco rato, sentados en su agradable salita, mientras tomábamos un café con un trozo de mi bizcocho favorito, que había preparado para la ocasión, nos hacía un resumen de cómo habían sido sus últimos años.
—Me despedí del colegio. Las clases eran demasiado formales y rígidas; la mayoría de los alumnos no tenían mucho interés por la asignatura de Música que estudiaban por obligación. Los que de verdad estaban interesados me llamaban para que les diera clases particulares en sus casas. Eso sí que me gustaba. Disfrutaban ellos y disfrutaba yo, porque la música, y no hace falta que te lo diga, exige pasión, aunque solo la practiques como afición.
Asentí mientras traducía a Lizza.
—Es una pena que no entienda nada, habrá que enseñarle pronto nuestro idioma —recomendó Claire.
Le aseguré que Lizza era una chica lista y estaba seguro de que en breve lo dominaría. Nos forzó a tomar un trozo más de pastel. Cuando tuvimos otra buena ración en nuestros platos, le pregunté:
—¿Qué hiciste después de dejar el colegio?
—Me dediqué a dar clases particulares. No me faltaban alumnos y me iba muy bien. Y así estuve bastante tiempo, hasta que fui sumando los años. Me fatigaba el ir de aquí para allí, de una casa a otra, por lo que decidí que fueran ellos los que vinieran a la mía. Mis alumnos tenían las piernas más ágiles y fuertes que yo.
—Por cierto, ¿dónde está el piano? —Me extrañó no verlo en su sitio habitual, al lado del ventanal que daba al jardín.
—Hice algunas reformas en la casa —me explicó y, con una expresión de misterio, nos pidió que la siguiéramos.
—¿Adónde nos llevas? —le pregunté intrigado al advertir que bajaba las escaleras que conducían a la planta inferior, donde, recordaba, tenía una especie de mitad cuarto trastero mitad garaje en el que guardaba trastos viejos y las herramientas de jardinería.
—Tú calla. Seguidme.