Me maldijo de la peor manera.
Me maldijo con palabras de cristal escritas en el atisbo del infierno.
Cada letra que sembraba en el ocaso de su alma desataban las peores guerras, que danzaban en el filo de una espada que clavaba con furor sobre mi pecho.
Los ángeles aguardaban el silencio que desgañitaba.
Temerosos a su ira, aseveraban sollozando que el verdadero cuerpo de esa criatura se retenía en el inframundo.
Sus ojos eran destellos de los polvos de los deseos que recitaban a las estrellas fugaces que pasaban por detrás de las montañas.
Y el deseo más grande que hubo en esas bolas de fuego era el mío, que maldijo eternamente por querer quemarme con él a la luz del crepúsculo.
El esplendor de los cielos musitaba tímidamente que no jugase con lo que no podría controlar.
Pero mis ganas de poseer lo desconocido hacían un llamamiento a mis instintos que le dedicaban mil miradas sin verle.
Las auroras me avisaban del frío que me esperaba si le tocaba.
Las estrellas veía cada vez que me besaba y con su lengua me envenenaba.
Incluso existían noches donde escuchaba a la luna susurrarme que no me enamorara.