Para Rhaizen, los días en Japón fueron transformadores. Sin entender la carga que sus padres llevaban, se lanzó de lleno en la cultura que lo rodeaba. Se hizo amigo de niños locales, aprendió rápidamente el idioma, y se inscribió en clases de kendo gracias a una recomendación de un vecino. Fue ahí, en las enseñanzas del maestro Tanaka, donde empezó a comprender los valores del honor y la disciplina.
—El camino del samurái no es solo manejar una espada, joven Rhaizen —le decía Tanaka con una mirada sabia—. Es una forma de vivir, una conexión con algo más grande que nosotros.
Rhaizen se destacó rápidamente en el kendo. A pesar de su habilidad, Tanaka le recordaba constantemente:
—No te apresures. Un samurái no busca vencer; busca superarse a sí mismo.
Con el tiempo, Rhaizen comenzó a entender el significado de esas palabras. Pasaba tardes en el dojo, practicando en silencio, mientras el resto del mundo parecía desvanecerse. A menudo exploraba los templos cercanos, donde se encontraba con pequeños detalles de la historia de los samuráis: viejas inscripciones, estatuas de guerreros y relatos en los pergaminos que leía con fascinación.
Mientras él se sumergía en esta nueva pasión, la tensión en casa crecía. Una noche, Evelyn encontró una ventana rota en el estudio de Mark, pero todo parecía estar intacto. Sin embargo, en el suelo había un papel con un símbolo extraño que Mark reconoció de inmediato.
—¿Qué significa esto? —preguntó Evelyn en voz baja.
—No lo sé —respondió Mark, tratando de calmarla—, pero creo que alguien sabe más de lo que imaginamos.
Ajeno a la preocupación de sus padres, Rhaizen seguía explorando su amor por la cultura samurái, sin saber que pronto necesitaría todas las lecciones aprendidas para enfrentarse a un destino que cambiaría su vida para siempre.
Editado: 15.01.2025