El amanecer se asomaba en el horizonte, tiñendo de un tenue dorado la ciudad que poco a poco despertaba. Armando caminaba por las calles de Sevilla con una mezcla de resignación y libertad que pesaba en su pecho. Apenas unas horas antes había ayudado a La Gata a escapar, sabiendo que esa decisión cambiaría su vida para siempre. Sabía que había cruzado una línea irreversible, una frontera que ningún policía debía pasar, y ahora debía enfrentar las consecuencias de su elección.
No tardó en llegar a la jefatura. El edificio, con su imponente fachada, le resultaba ahora más ajeno que nunca. Entró con paso firme, aunque cada paso sentía que lo acercaba al final de una parte de sí mismo. La sala estaba tranquila, los pocos policías de guardia le saludaron sin saber lo que estaba por suceder, mas la expresión en el rostro del joven revelaba algo inusual. Cuando llegó a la oficina de su jefe, dio un par de golpes en la puerta y esperó.
—Adelante —respondió la voz de su superior, seca y formal.
El chico entró para encontrarse cara a cara con el hombre que lo había reclutado años atrás. Su jefe, un hombre robusto y con el ceño fruncido permanentemente, lo observó con una mezcla de incomodidad y desconcierto. Él notó de inmediato el tono en la mirada de su jefe, la sospecha disfrazada de interés.
—Armando —dijo el hombre mientras le indicaba que tomara asiento—. Sabemos que ayer estuviste en la Plaza de España.
Él asintió, sin esquivar la mirada. Sabía que no tenía sentido negar nada; después de todo, lo habían visto. Por la radio, seguramente varios de sus compañeros habrían reportado su presencia en la escena.
—Así es —contestó, con un tono firme pero sin desafío—. Estaba cumpliendo con mi deber.
El jefe lo observó en silencio durante unos instantes, evaluando sus palabras. Finalmente, tomó un respiro antes de seguir:
—Entonces explícame por qué varios testigos aseguran que ayudaste a escapar a una mujer que estaba siendo investigada por nosotros. ¿Sabes la gravedad de lo que estás haciendo?
Armando lo miró a los ojos, sin rastro de duda en su expresión. Sabía que esa era la verdad, y no se molestaría en ocultarla.
—Esa mujer, Carlota… La Gata… —comenzó—, no es una simple ladrona. Lo que ella está buscando no es el robo por el robo en sí. Ella ha sido víctima de una injusticia que yo mismo presencié. Sé que he roto los protocolos, y sé que esto va contra lo que he jurado, pero hice lo que creí correcto. La ayudé porque ella lo necesitaba y porque… —hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—, porque no pude mantenerme al margen.
La mandíbula de su jefe se tensó. Los rumores sobre la relación entre ellos habían llegado a sus oídos, y aunque prefería creer que era solo una estrategia encubierta, ahora entendía que la conexión entre ambos iba mucho más allá de la profesionalidad.
—¿Eres consciente de lo que esto significa? —preguntó su jefe, con un tono más severo—. Has cruzado una línea. La gente que protege la ley no puede involucrarse emocionalmente con alguien que está en el otro lado.
—Lo sé —respondió, con voz baja pero clara—. Por eso estoy aquí, para asumir las consecuencias.
El jefe guardó silencio, observando cómo la determinación de su subordinado no flaqueaba. Se recostó en su silla y asintió lentamente.
—Tienes dos opciones —dijo, con voz neutra—. O asumes tu error y te sometes a una investigación interna que probablemente te llevará a una suspensión definitiva, o tomas una decisión y presentas tu renuncia.
Armando escuchó esas palabras con una calma que ni él mismo se esperaba. El dilema no era difícil; desde el momento en que había ayudado a la chica a escapar, sabía que no podía seguir siendo policía. Había roto no solo las reglas, sino también su vínculo con esa vida que ahora sentía distante y vacía. Había cambiado, y seguir en la policía solo lo ataría a una versión de sí mismo que ya no encajaba con quien era.
—Renunciaré —respondió, sin titubear.
La expresión del jefe cambió, pasando de la dureza al cansancio. Había trabajado con el chico durante años y sabía que era un agente valioso, mas no podía protegerlo después de algo así. Y en el fondo, también comprendía la determinación en los ojos de su ahora ex subordinado.
—Lamentaré perderte, Armando —admitió en voz baja, casi como un susurro—. Eres uno de los mejores. Sin embargo, la decisión es tuya, y no puedo interferir.
El muchacho asintió, agradecido por la sinceridad de su jefe. Sin más palabras, se levantó y extendió la mano en señal de despedida. Su jefe aceptó el gesto, aunque ambos sabían que esa despedida era definitiva.
Después de salir de la oficina, caminó por los pasillos de la jefatura una última vez, observando los rostros de sus compañeros, algunos familiares, otros indiferentes. Era su adiós.
Esa noche, con la ciudad nuevamente cubierta por la oscuridad, Armando caminaba sin rumbo fijo. Sevilla, su hogar y su prisión, le parecía un lugar distinto ahora. Cada rincón, cada calle tenía un significado nuevo, como si la ciudad misma hubiera cambiado junto con él. Los pasos lo llevaron al puente de Triana, uno de sus lugares favoritos, y allí se detuvo, mirando las aguas oscuras del Guadalquivir que reflejaban las luces de la ciudad.
Con cada ola que rompía contra las orillas, sentía cómo se desvanecía su antigua vida. Su uniforme, su deber, sus convicciones de antaño, todo se disolvía en el silencio de la noche. Aún llevaba el peso de su decisión, pero no sentía remordimientos. Había elegido por primera vez en mucho tiempo algo que iba más allá de su trabajo, algo que nacía de su corazón.