Prefacio
Lunes, 30 de septiembre de 1957
Roanoke, Commonwealth de Virginia, Estados Unidos
—James Montgomery, un jurado lo condenó a morir en la silla eléctrica por la desaparición de Barbara Johnson el 30 de agosto de este mismo año. La sentencia la impuso el honorable juez del estado de Virginia. ¿Quiere redimirse antes de cumplir con su condena? ¿Está viva, señor Montgomery?
Fijé la mirada en él y sonreí, a pesar del leve dolor de cabeza y lo nublado de mis pensamientos desde esa mañana. Sabía que no podría responder a la pregunta, pues ni él mismo conocía la respuesta.
Ese hombre, que alguna vez fue tan formidable, estaba reducido a nada. El hermoso rostro arrugado y avejentado, una horrible cicatriz lo cruzaba de lado a lado. No tenía mejor amigo, ya no era un hombre respetado por la comunidad, e hice de su vida un infierno. Pero no era suficiente. Él me robó mi futuro, y yo acabaría con su mundo, era lo justo.
—¿Por qué me odias tanto?
La pregunta estaba dirigida a mí, me reconoció, mas eso ya no importaba. ¿Quién creería en las palabras de un loco? James Montgomery era solo eso, un loco, alguien que creyó tener la justicia en sus manos, sin importarle los demás.
—Púdrete en el infierno.
No tuve que responder, pues Lawrence Jones se me adelantó. Mi sonrisa se amplió. Deseé acercarme a Mary Richardson, aunque la conocí como Mary Jones, cuando se limpiaba las lágrimas. Una buena bofetada la haría reaccionar. Dorothy Johnson, la madre de la desaparecida, estaba destrozada. Ellas, sentadas en el lado derecho del salón mientras Lawrence estaba en el izquierdo. Unas sillas más allá se encontraba Ruth Montgomery, la hermana mayor del profesor. Esa mujer no era ni la sombra de lo que antes fue.
Nadie comprendía qué llevó a un desconocido a usurpar a la joven. Solo yo sabía el porqué, sin embargo, las razones de Montgomery no me fueron suficientes.
No obstante, jamás tuve éxito. Por más que lo intentaba, Barbara Johnson siempre se encontraba con James Montgomery. Y para eso no tenía explicación.
—James Montgomery, ahora la electricidad pasará por su cuerpo hasta que muera, de acuerdo con la ley estatal. Que Dios se apiade de su alma.
El dolor de cabeza y la confusión se agudizaron en tanto le colocaban la capucha que ocultaría su rostro. Mientras tuvo visión, esos ojos verdes se mantuvieron fijos en los míos.
Me había sentado en el tocador y el espejo me devolvió el reflejo de una mujer con la mirada resplandeciente, su piel lustrosa. La bilis me subió por la garganta, estaba furiosa conmigo misma.
Tomé el labial, el cual se partió al abrirlo. Agarré el pedazo y golpeé mis labios mientras resoplaba. Alcé el pañuelo para limpiarme, pero al observar el chupetón en mi cuello me detuve.
Llevé la punta del dedo a él. Fijé la mirada en mí misma y mordí el interior de mis mejillas. Distraída, acariciaba su marca de pasión sobre mi piel. Levanté la mirada hasta posarla en la cama, allí estaba él, desnudo. Sus ronquidos de borracho me acompañaban a tan temprana hora.
Un jadeo poco femenino escapó de mi garganta. Observé el color del labial en mis dedos y decidí oscurecer la marca para que se volviera más visible. En pocos minutos terminé de resaltar cada una de ellas. No sin antes rememorar cómo esos deliciosos labios succionaban mi piel.
Él comenzó a moverse en la cama. Me apresuré a limpiarme, acomodé mi bata de forma que mis senos fueran visibles y pasé la barra con lentitud por mis labios.
Cuando se detuvo detrás de mí reconocí el furor en su verdosa mirada. Me obligué a permanecer con la espalda recta y el rostro sereno.
—¿Qué significa esto? ¿Olvidaste tus votos matrimoniales?
—Tú fuiste quien decidió que nos casáramos. Yo nunca te juré fidelidad.
Me agarró del antebrazo, me giró y con la otra mano me abofeteó con tanta fuerza que tuve que levantar la mano a mi nariz para contener el chorro de sangre.
—¿Así es como me proteges en la salud y enfermedad?
Sus ojos tiritaron, su piel había perdido todo el color. Contuvo el aliento unos segundos antes de girar y huir como el cobarde que era.
Me observé en el espejo una vez más. El júbilo bailaba en mi mirada. Levanté la mano para cubrir la boca, mas mis ojos se humedecieron por el exabrupto de risas que reventó en mi pecho.
—Montgomery, eres tan predecible.
El oficial accionó la palanca y el cuerpo de Montgomery se convulsó unos minutos. Arrugué la nariz cuando el olor a carne quemada se adueñó de cada rincón junto con el murmullo de la electricidad. Levanté la mano hasta la cabeza para sostenerla, el dolor se tornó insufrible… Mi mente en blanco, sin ningún recuerdo.
En cuanto todo terminó, las personas se pusieron en pie. Lawrence le escupió al cadáver y no recibió ninguna sanción por parte de los agentes policiales que se encontraban allí.
Me levanté y me percaté de que mi cuerpo se tambaleaba. Algo me sucedía, aunque no sabía qué.