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Domingo, 25 de agosto de 1957
Barbara Johnson
18 años
La sonrisa murió en mis labios al instante y mis ojos se desmesuraron mientras una lágrima me corrió por la mejilla… Salí corriendo. Me sentía muy humillada. Jamás pretendí que él me tratara con el mismo cariño que a los abuelos, pero tampoco tenía derecho a hablarme así. Yo nunca lo molestaba, conocía mi lugar.
Caí en los brazos de la abuela, quien me agarró con firmeza y me zarandeó. Tenía el semblante duro. Sabía que yo estaba mal, mas en ese instante no podía controlar lo que sentía. Entonces el profesor apareció junto a mí.
—Barbara, por favor, discúlpame. Yo…
—Ella no se entrometerá más en sus asuntos —lo interrumpió la abuela con la voz intransigente. En los ojos terrosos estaba la advertencia de que era el único desliz que me perdonaría.
—Quiero ir a casa, abuela —susurré.
El profesor dio un paso, aunque sus pies no se movieron.
—No tienes por qué irte. —Desvié la mirada mientras me estrujaba las manos—. Mary, no tienen por qué irse. No… No…
—Abuela, por favor… —apremié.
Él volvió a moverse y no sé cómo lo hacía porque seguía en el mismo lugar. Quizás mi cabeza quería creer que deseaba acercarse, si bien era consciente de que por ningún motivo lo haría.
—Barbara, tú no eres así. No dejes que mis palabras te afecten.
—¡No me conoces!
Me solté del agarré de la abuela. Sabía que al llegar a la casa me daría el regaño de mi vida y, tal vez, hasta me prohibiría volver a la casa del profesor. Sería lo mejor porque no quería volverlo a ver.
Levanté la mirada y la fijé en esos ojos verdes que aún me hacían preguntarme cómo serían cuando la sonrisa en sus labios llegara a ellos. Procuré no avergonzarme más, si bien tenía que pasar junto a él y era lo menos que deseaba. Al hacerlo creí escuchar:
—Te equivocas, dollface, yo soy quien mejor lo hace.
Me quedé sin aliento y por un segundo no pude parpadear. Sin embargo, él seguía sin moverse y sus labios estaban sellados. Se me dificultaba creer que mi cerebro inventara esas palabras al igual que el suspiro de cansancio que brotó de su pecho. «¿Tan necesitada estaba de afecto masculino? ¡NO! El capitán del equipo de beisbol y chico más popular del condado era mi steady».
La puerta más cercana era la de la cocina, por lo que salí por ella. No deseaba pasar ni un segundo más allí, entonces me detuve en seco en el solárium.
Grandes ventanales y puertas francesas permitían la entrada de luz al lugar. Las paredes eran de un anaranjado tenue, el suelo de linóleum era un mosaico de colores entre el verde, azul y anaranjado. Los muebles de bambú y mimbre tenían cojines para sentarse en azul y los de adorno eran anaranjados. Había varias sillas individuales y un sillón para tres personas, además de cinco mesas de tamaño pequeño, siempre con libros, y dos lámparas comunes. Varias plantas colgaban alrededor de la habitación.
Pero todo eso fue retirado y colocaron una mesa enorme cubierta con un mantel blanco de seda con un patrón de ganchillo. Tres vasos contenían narcisos y crocus violetas, blancos y amarillos junto con ramas de algodón. Un juego de té estaba dispuesto en cada lugar. En la mesa cabían alrededor de quince personas.
Me acerqué despacio para observar los detalles. En el exterior las tazas eran blancas con una franja en oro, el interior era en verde menta con un diseño de cuerdas en oro. Al fondo tenían un ramo de distintas flores y colores… Estaban pintadas a mano.
Encima de la mesa había una selección de sándwiches, huevos rellenos, manís, un plato con rodajas de plátano, piña y cerezas dulces —mis frutas preferidas—, ostras y canapés de anchoas… Era una fiesta de té sofisticada, lujosa y exquisita.
En el patio exterior, a la derecha, había una mesa con las bebidas e incluía el camarero. A su lado había otra mesa con lo necesario para preparar los más deliciosos postres helados. Los niños hacían fila mientras brincaban de gusto. Levanté la mirada y a lo lejos estaba el asador, por lo que mi cabello no tendría el olor del humo.
Toda la familia de él y la mía estaban allí. Mamá y la abuela salieron de la casa y se detuvieron junto a mí. Escuché cuando ambas tomaron una bocanada de aire y nos observamos. Mamá tenía los ojos humedecidos, la abuela los entrecerró y yo… no sabía qué pensar o sentir.
—¡Bobby, ya llegaste!
La hermana del profesor atravesó las puertas francesas, se acercó y me envolvió en un abrazo cálido. Debía ser la responsable de que todo estuviera tan bonito ya que siempre me quiso mucho.
—Hola, señora Ruth. —Mi voz apenas se escuchó.
—¡Ay! Me voy a resentir, querida. ¿Ya no me tienes cariño?
El abuelo y el profesor salieron de la casa en ese instante. Él, con las manos dentro de los bolsillos, tenía los labios en una línea recta.
—¿Qué le hiciste a Bobby? Tú siempre la molestas.
—Ruth… —No me pasó desapercibida la advertencia.