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Barbara Johnson
18 años
Lo primero que hice al regresar a casa, la noche de la fiesta, fue agarrar las revistas Seventeen y tirarlas. Me percaté de que sonreír, mostrar los mismos intereses, aunque no entiendas de qué habla, y amoldar mi personalidad a la suya no funcionaba. Él me ignoraba por completo. Después, tomé varios de los álbumes familiares y los ojeé hasta encontrar lo que buscaba.
Ethel Richardson, en las fotografías aparecía junto a la abuela. Tenía el cabello claro y los ojos y las cejas estaban caídos, la piel era demasiado lechosa y parecía cansada. O era una mujer que se amanecía con frecuencia, o era melancólica y hasta enfermiza. No obstante, en todas las fotografías tenía entre sus dedos un cigarrillo. Mientras los vestidos de la abuela llegaban hasta los tobillos, los de ella apenas caían por debajo de la rodilla. Su cuerpo parecía un cuadrado, mas el de la abuela también, asumí que ese debía ser el ideal de belleza en los años veinte.
Suspiré. No podríamos ser mujeres más diferentes. Mi mirada transmitía vida o, al menos, eso era lo que decía la abuela. Ethel aparentaba ser una chica mala a punto de morir, pero ¿de qué? No tenía forma de saberlo.
Bajé a mi habitación y me observé en el espejo. Tenía que darle una oportunidad a Michael. Nos gustaba la misma música. Era cierto que de lo único que hablaba era de béisbol, sin embargo, teníamos la misma edad y una historia juntos. Debía olvidarme de los imposibles.
La siguiente mañana ayudé a mamá a preparar el desayuno. Al terminar, coloqué los platos y cubiertos en lo que ella llevaba los alimentos a la mesa. Ni siquiera me permitió agarrar el tenedor cuando dijo:
—Vas a ir al colegio Marion.
Fruncí el ceño mientras levantaba una tostada. Ya había sido aceptada en otra institución para mis estudios secretariales. Además, el colegio Marion me quedaba más lejos y tendría que vivir en el dormitorio.
—Pero estuviste de acuerdo en que fuera al colegio de Roanoke.
Ella negó con la cabeza con el semblante adusto.
—Asistirás a esa escuela de mujeres y no saldrás con ningún joven durante los dos años de tu carrera universitaria.
Solté una bocanada de aire y moví los huevos de aquí para allá.
—No me escaparé con Michael, mamá, y mucho menos tendré una boda secreta.
—No irás a ese baile.
Me levanté y dejé los platos en el lavavajillas. La casa contaba con lo último en tecnología eléctrica. Estaba equipada con refrigerador, estufa con horno doble integrado y parilla, tostadora, batidora y plancha. En la de Carol había incluso un congelador. Esas comodidades eran las que nos permitían trabajar fuera de casa. Todavía recordaba ir a la casa de la abuela y preparar los alimentos a primera hora de la mañana para que estuvieran listos en el almuerzo.
Las paredes estaban cubiertas de un papel tapiz blanco con un patrón de hojas en color oro y ocre. Los gabinetes eran turquesa y las encimeras tenían azulejos rosa pardo y turquesa con el borde negro. El piso era en un patrón de ajedrez. Por último, la mesa, que era rectangular, para cuatro personas, estaba al centro. Era de metal, al igual que las sillas y en color rojo.
Tomé mis pertenencias, ya se me hacía tarde para llegar al trabajo. Me acerqué a mamá y dejé un beso en la mejilla. Acomodé un mechón del cabello rubio que favorecía su piel pálida. La abuela y ella eran idénticas, mientras yo era el vivo retrato de mi padre.
—Te amo, mamá.
Ella me retuvo de la mano antes de que pudiera alejarme.
—Te prohibiré trabajar, Bobby. Si no vas a ese colegio, tendrás que quedarte en casa.
—Dejaré que sean mis acciones las que te convenzan. Cuando regrese del baile, te reirás por preocuparte en vano.
Le sonreí y ella me entregó la bolsa con el almuerzo.
La semana pasó con rapidez, ya era viernes en la noche y Michael no tardaría en llegar. Iría al baile pues tenía el permiso del abuelo. Él mismo le dijo a Michael que podía pasar a buscarme. Bajé las escaleras. Lucía el vestido morado con cuadros rojos que mamá arregló para mí, bailarinas negras y mi cabello en una cola de caballo. Me detuve en el último escalón.
—Creo que fui clara, Bobby.
El abuelo se puso en pie y se acercó al televisor —pasaban un capítulo de las aventuras de Rin Tin Tin— para apagarlo. La abuela se quedó en el sillón. En silencio. El regaño que esperaba después de la fiesta nunca llegó. De hecho, en los últimos días estaba taciturna y apenas hablaba. Quizás ella también estaba desilusionada conmigo.
—Es adulta, Dorothy. El tiempo de imponer reglas ya pasó.
Mamá entrecerró los ojos por las palabras del abuelo, pero antes de que pudiera responderle, llamaron a la puerta. El abuelo se acercó y abrió.
—Buenas noches, señor Jones. —Observé cómo el abuelo y Michael estrecharon las manos—. Vengo por Bobby. Usted dijo que podríamos vernos hoy… para el baile.