Robaste mi futuro

Capítulo 6

                                                                                  6

Sábado, 30 de agosto de 1926

Barbara Jonhson

18 años

 

Me incliné y saqué lo poco que mi estómago contenía, mi cuerpo no sabía cómo reaccionar. La sensación que me dominaba era parecida a subir más de veinte veces seguidas a una atracción de feria, solo que peor, y caí por el mareo que se adueñó de mi cabeza. Una lágrima me bajó por la mejilla al sentir la punzada en la rodilla resentida. Sabía que me ganaría un regaño del profesor si es que la sutura que acababa de hacerme se abrió.

Levanté la cabeza y parpadeé varias veces en un intento de aclarar mi visión, si bien todo parecía ser más oscuro… Fruncí el ceño. No entendía cómo llegué al bosque, ya que lo último que recordaba era estar en casa del profesor y confirmar que tenía un hijo. «¿Acaso hui? ¿Por qué mi cabeza quería estallar?».

Mi reacción fue tan tonta que no me atrevía a regresar a su casa para que me llevara a la mía. No sería capaz de explicarme. ¿Qué podría decirle? ¿Qué me sentía traicionada por no saber que tenía un hijo? No tenía derecho a reclamos. Entre nosotros no existía una relación, no éramos exclusivos. Otra lágrima me bajó por la mejilla. Su hijo era lo que le quedaba de la única mujer que amó. Él debía ser su orgullo y lo que más amaba. Podía comprender el recelo del profesor, pues mamá era igual de sobreprotectora conmigo. Sin embargo, me preguntaba por qué nunca le conocí o los abuelos lo mencionaron. Ruth no debía ser tan bocazas como yo creía.

Volví a pensar en mamá, en lo nerviosa que estaría porque no llegaba a casa. Quizás supondría que me escapé con Michael a pesar de prometerle que no. Me forcé a concentrarme, debía volver. Tenía que arrancar cualquier pensamiento del profesor de mi tumultuosa cabeza. Sin embargo, cuando intenté ponerme en pie todo me daba vueltas aún y no podía caminar. Mamá debía esperar por mí, además no sabía si Michael todavía me buscaba. Quizás, si descansaba, lograría sentirme mejor. Cerré los ojos y me envolví en un ovillo.

El dolor y yo no éramos buenos compañeros, mi tolerancia era inexistente. Las lágrimas me bajaron a pesar de prohibírselo. El abrigo del profesor era tan tibio y suave como sus manos y ese olor penetrante lograba aliviar las punzadas en mi cabeza. ¿Por qué no podía dejar de pensar en él? ¿Por qué no lo olvidaba?

 

 

Me limpié el rostro húmedo y abrí los ojos. El sol aún no salía y la lluvia era persistente, mas los pinos, los robles y los nogales americanos eran tan altos y frondosos que amortiguaban su caída. Con dificultad, por la rodilla lastimada, me puse en pie. Por algún motivo que no lograba comprender sentía la cabeza demasiado ligera. Inhalé y exhalé con lentitud. La quietud con la que corría el río me ayudó a despejar un poco los pensamientos incoherentes. No lograba comprender qué me sucedía, si bien ansiaba llegar a casa. Mamá tenía que estar muy nerviosa y quizás hasta llamó a la policía para que me encontraran.

Después de caminar cerca de una hora, me detuve, no reconocía dónde estaba. Tendría que arriesgarme y salir a la carretera. Sin embargo, cuando giré, frené en seco ya que una pareja de ciervos me observaba con ojos desmesurados. Me quedé estática y a la espera de que huyeran de mí. Después de asegurarse de que no les haría daño, ellos corrieron apresurados y desaparecieron entre los árboles. Esperé unos minutos más antes de moverme y, agarrándome de los troncos de los árboles, comencé a escalar la colina. Algunas astillas se incrustaron en mis palmas, pues debía forzarme para no lastimarme más la rodilla.

Cuando llegué al borde de la diminuta carretera, entrecerré los ojos. Miré a la izquierda y luego a la derecha, pero no divisé ningún vehículo. Suspiré cuando no reconocí dónde estaba y temí no llegar a casa ese mismo día.

Me quedé parada en la orilla a la espera de que pasara algún automóvil y me llevaran a la ciudad. Tenía la esperanza de que el estado en que me encontraba no los hiciera desistir de la idea. Mas cerca de media hora después comprendí que tendría que caminar. El sol ya estaba en el horizonte y yo estaba empapada, además sentía volteretas en el estómago. Y por alguna extraña razón, ese día no había tráfico.

Abrí la boca y saqué la lengua para permitir que varias gotas de lluvia me aliviaran la sed, pero no fue suficiente. Sabía que algo no estaba bien. Mi cuerpo temblaba y el dolor en el estómago era intolerable. Con los ojos cubiertos en lágrimas me pregunté por qué nadie me buscaba… Sobre todo, él.

 

Con cada paso que daba un sollozo escapaba de mi garganta seca. Los letreros me aseguraban la distancia que faltaba para llegar a la ciudad, mas no reconocía el lugar. Había algo, si bien no sabía qué, no me sentía como yo misma. El peso de mi cabeza era ligero, pero la neblina en mis pensamientos era densa y al parecer estacionaria.

Además, los bultos en los pies me hacían imposible caminar y mi respiración ya era laboriosa. Las plantas de los pies me hervían por el contacto con el asfalto, los talones y las rodillas se sentían rígidos como si hubiera perdido la capacidad de flexionarlos. Llevé la mano al estómago en un intento de aplacar el dolor agudo y la quemazón. Lo único que me mantenía a flote era el deseo de llegar a casa.

Con el sol muy alto en el cielo divisé las columnas del puente Memorial y suspiré. Faltaban tres millas para llegar a casa, aunque ya estaba en un lugar familiar. Despacio, pues la sutura en la rodilla se abrió por el esfuerzo, comencé a cruzar. Fruncí el ceño cuando me percaté de que el cemento del puente resplandecía. Levanté la mirada y mi gesto se intensificó. Al parecer, las banderas fueron reemplazadas esa misma mañana… Tuve la sensación de que todo era nuevo. Mas el río Roanoke se veía igual de alborotado que la última vez que pasé. Entonces recordé que el aniversario de la construcción del puente era en esos días, ese debía ser el motivo de las mejoras.




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