Rollitos de canela

Capítulo 1

La primera vez que visité el Height Coffee fue en invierno, estaba ubicada en el número 189 de la calle Michigan. La nieve caía con fuerza y me vi en la necesidad de ocultarme en el primer lugar que encontré en el camino. Era una construcción moderna de dos pisos, una de sus paredes era completamente de cristal y tenía alrededor de seis abetos cubiertos de luces blancas en cada lado de la puerta.

El aroma a café recién hecho y el de los dulces exhibidos en el mostrador me embriagaron en el mismo instante en que puse un pie allí. Pero, al ver a aquel chico de hermosa sonrisa y oscuros ojos castaños que se acercaba a mí con apuro y diligencia, fue que pude entrar en calor.

Muchos dicen que es una tontería eso de creer en el amor a primera vista. Hasta resulta pueril si lo piensas con detenimiento, algo demasiado adaptado a épocas sociales muy diferentes a las que hemos conocido. Sin embargo, estaba completamente seguro de que, aquello que me provocó ese chico, no era nada que pudiera catalogar con la palabra común.

Se trataba de una sensación más fuerte y electrizante que eso.

Él, con su actitud jovial y el brillo en sus ojos, consiguieron sacudirme por dentro, haciéndome creer que estuve dormido durante años solo para despertarme en este instante. Se dirigió hacia mí y su voz bajó por mi piel, hasta calarse más hondo de lo que alguna vez pude imaginar que llegaría un simple sonido.

—Buenas noches —la sonrisa en su rostro se hizo más grande cuando yo balbuceé como un tonto sin poder corresponderle el saludo—. ¿Quieres una mesa? —intentó adivinar.

Al comprender que mi cerebro no estaba en sus mejores condiciones, me limité a asentir. Él copió mi gesto y me indicó que lo siguiera.

Lo hice en el acto.

Nunca fui de las personas cursis. La mayoría de los libros de romance que me leí en la vida fueron más por obligaciones escolares que por mero placer, hasta solía burlarme con mis amigos de aquellas personas que tenían semejantes ideas.

Ni que el amor fuera para tanto, recuerdo que dije una vez tras salir de un seminario en la universidad donde nos hablaron sobre las grandes obras de romance a lo largo de los siglos y del impacto de género literario en la sociedad.

Y allí me encontraba yo, caminando tras un chico que de seguro me trataba con amabilidad solo porque quería conservar el empleo. No pude hacer nada desde el inicio. Estaba condenado.

Mientras recorríamos el segundo piso en busca de un puesto disponible, me di la libertad de observarlo con más detenimiento. Si esta sería también la última vez que lo vería, quería conservar el recuerdo tangible en mi memoria, perdiendo la menor cantidad de detalles posibles.

Era casi de mi estatura, quizás cuatro o tres centímetros menos que yo, además de que era mucho más delgado. El delantal que usaba le marcaba las caderas, y su espalda se podía apreciar tras la fina tela blanca de su uniforme de mesero. Sus cabellos estaban teñidos de un suave color dorado, las raíces oscuras comenzaban a entreverse en los largos mechones lisos, y su pálida piel solo acentuaba el ligero sonrojo que de seguro era causado por la calefacción, la cual estaba encendida hasta el tope.

Me sequé el sudor de las palmas de la mano con mis pantalones justo cuando él se detuvo y me señaló una mesa al fondo del local. Nos dirigimos allí tan rápido como pudimos y me quité la chaqueta para colgarla de la única silla que había.

—Espero no estés esperando a alguien —me dijo, dedicándome una sonrisa de labios apretados—, debido a la temporada, estamos hasta arriba de clientes, lo más probable es que alguien haya tomado la otra.

Me tomó un par de segundos caer en cuenta de que se estaba refiriendo a la silla faltante. Qué bueno que no dije nada de lo que estaba pensando, porque casi le confieso que estaba tan solo que sería capaz de invitarle un café.

—Así está bien —me apresuré en responderle, y le devolví la sonrisa mientras tomaba asiento—, solo estoy de paso.

—Si con eso te refieres a que te quedarás hasta que deje de nevar, lamento decirte que bien podrías pasar la noche aquí —señaló con disimulo a la pared de cristal; la nieve todavía caía con tanta fuerza que desdibujaba el resto del mundo al otro lado—. Creo que tardará un poco en amainar.

—Sí, creo que tienes razón —suspiré, resignado.

Como él se quedó parado en el mismo sitio observándome con atención, me apresuré en tomar el menú y darle una rápida ojeada.

—¿Podrías hacerme una recomendación? Cené hace poco, así que solo quiero algo de postre mientras espero.

Para mi sorpresa, él rodeó la mesa y se agachó a mi lado mientras estudiaba el menú con ojo crítico. Olía a café y a un perfume muy suave, puede que fuera de esos baratos que vendían en los supermercados con esencias de frutas. Todo mi cuerpo reaccionó ante su cercanía y tuve que quedarme muy quieto hasta que se apartó un poco.

—Todos nuestros postres son deliciosos —me aclaró con una convicción que pareció ensayada, sin embargo, al pasar la página del menú, se inclinó más hacia mí y susurró—: Pero lo mejor que tenemos son los rollitos de canela.

—Perfecto.

Esa única palabra la dije como si hubiese dado mi último aliento. Él sonrió en grande y se colocó de pie.

—Entonces, rollitos de canela serán. ¿Quieres alguna otra cosa?

—Un café, por favor.

—¿Con leche?

—No, lo prefiero solo.

Él se rio.

—De acuerdo, tu pedido estará aquí en un santiamén —me aseguró, chasqueando los dedos—, si necesitas algo más, solo grita mi nombre y vendré enseguida.

—¿Y cuál es tu nombre?

Pese a que intenté que no se notara la ilusión que me hacía el saber ese detalle, no pude ocultarlo muy bien. Seguía tan apabullado por su presencia que no conseguía que nada en mí funcionara como se debía, y eso, en lugar de angustiarme o preocuparme, solo me hizo creer que estaba flotando en una nube que subió mucho más alto cuando lo escuchaba reírse.




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