Erick vivía en una residencia estudiantil en Sheridan, y era parte de Loyola University, por lo que me quedó muy en claro que su carrera tenía que ver con el arte.
Eran edificios muy pequeños, según lo que aquella chica me había anotado en el papel, Erick vivía en el edificio B, así que le informé al guardia de la entrada que iba a entregar algo y él me dejó pasar sin hacer más preguntas, lo cual fue una suerte, porque no tenía nada más que decir.
Al ser una residencia estudiantil, me encontré con cientos de afiches sobre obras de teatro, talleres de escultura y galerías de arte mientras que subía las escaleras hasta el segundo piso. La habitación de Erick era la 512 y, con cada puerta que dejaba atrás, me preguntaba si estaba haciendo lo correcto, si acaso no era mejor devolverme y pedir su número, ya que ir directamente a donde vivía me resultaba demasiado inapropiado de mi parte.
A lo mejor sí me catalogaba como un acosador solo por esto.
Apenas llegué, me detuve y comencé a mirar a todas partes, como si estuviese buscando otra excusa por la cual era necesario estar en este sitio, pero no se me venía ninguna a la mente más allá de que tenía rollitos de canela recién hechos, y que me había encontrado su mochila en el autobús.
—Muy bien, puedo hacerlo —me animé en voz muy baja por si alguien llegaba a oírme hablar, solo y tomé una larga bocanada de aire antes de tocar la puerta dos veces seguidas.
Di un paso hacia atrás y oculté mis manos tras la espalda, no recuerdo dónde leí que eso ayudaba a que las personas no se intimidaran con tu presencia, aunque dudaba que, estando tan sonrojado, pudiera intimidar a alguien.
—¿Quién es? —preguntaron desde el otro lado.
La chica de la cafetería no me mintió. Erick de verdad no se escuchaba muy bien, su voz era baja y ronca. Lo más probable es que lo haya obligado a dejar su cama. Quise maldecirme por eso, pero fue mucho peor caer en cuenta que jamás le había dicho mi nombre.
Fue un descuido bastante tonto, sobre todo por el hecho de que él sí lo hizo, como si hubiese sabido de antemano que yo iba a necesitarlo. Quizá sí me había dejado descubierto mucho antes de lo que imaginé, puede que haya sido en ese tonto balbuceo o mi manera de observarlo, con atención, como si necesitara cerciorarme de alguna manera que era real.
Bajé la cabeza y observé la puntera blanca de mis converses. Mi cerebro era un completo lío, pero de alguna manera encontró la solución apenas mis ojos se fijaron en la bolsa con rollitos de canela, y aun cuando estaba seguro de que se convertiría en una anécdota de por vida, sabía que no me quedaban más opciones.
Relamí mis labios y di un paso al frente para quedar muy cerca de la ranura de la puerta.
—Soy Austin —dije, tratando de no alzar mucho la voz—, el chico de la cafetería, ya sabes... el de los rollitos de canela.
Y como si esa hubiese sido una presentación suficiente, la puerta se abrió. Erick apareció en mi campo de visión, robándome el aliento. Parecía bastante sorprendido, sus ojos oscuros estaban abiertos de par en par y a pesar de la palidez de su rostro pude notar un ligero rubor que resaltó con facilidad en sus mejillas. Llevaba puesto un pijama blanco que le quedaba un tanto grande y se sonaba la nariz con frecuencia.
Yo, como un tonto, alcé la bolsa con rollitos de canela hasta dejarla a un lado de mi rostro y forcé una sonrisa.
—Son para ti.
Erick abrió la boca, pero no dijo nada cuando cerró la puerta.
La decepción y la vergüenza fueron un impacto que esperaba, pero que no me gustaron en lo absoluto. Estaba convencido de que había arruinado todo. Traté de recordar las interminables clases de literatura romántica que vi en la universidad, sin alguna que me ayudase realmente a lidiar con una situación de esta índole.
Bueno, por lo menos lo había intentado.
Ese era el problema conmigo y el amor. No sabía cómo hacer o actuar para conseguirlo, por eso siempre me quejaba de otros cuando lograban lo que para mí resultaba imposible.
Y por eso también prefería pensar como Thoreau y aceptar que mi mejor acompañante era la soledad.
Chasqueé la lengua y me acerqué de nuevo a la puerta solo para avisarle que dejaría los rollitos de canela y me iría, pero apenas me había movido cuando Erick la volvió a abrir. En esta oportunidad, estaba dedicándome una sonrisa.
Se había cambiado de ropa, ya no lucía la franela de su pijama, sino una sudadera color lila con el logo de los Lakers, también se había arreglado el cabello en un tiempo récord y sus mechones dorados ya no iban a todas las direcciones. Sin embargo, fue ver su sonrisa sugerente de nuevo, esa misma que me dedicaba en la cafetería, la que me ayudó a relajar los hombros.
—Así que tenías nombre —ironizó—, qué suerte. Dudo que en el registro civil haya sido capaz de inventarme una excusa para eso.
Me reí y bajé la cabeza, avergonzado.
Su descaro era un rasgo distintivo en él que se había convertido en mi favorito.
—Supongo que no es muy tarde para decir que es un placer conocerte, ¿no? —intenté bromear. Al alzar el rostro, lo vi negando quedito.
—Para nada, sigues a tiempo.
Por un par de segundos, solo nos miramos en silencio. Él mordió su labio inferior y yo no pude despegar los ojos de ese punto. Lo había hecho a propósito, no me quedaban dudas sobre ello. Se rascó la nuca y dio un paso hacia adelante para tomar la bolsa con los dulces.
—¿De verdad son para mí? —quiso saber, el deje de ilusión y agradecimiento plantó cierta calidez en mi corazón, como si fuese un premio por no haber olvidado ese detalle, el que nos unió desde el inicio.
—Claro que lo son, sé que te gustan.
—¿Pediste mi dirección en la cafetería?
—Una chica me la dio por voluntad propia —me reí, descolgándome la mochila del hombro para entregársela. El rostro de Erick se iluminó con una mezcla de sorpresa y alivio—. Ayer te encontré en el bus antes de que te lanzaras de él para llegar a la parada, y dejaste esto. Quise llevártelo al trabajo, pero no estabas y por eso terminé aquí. ¿Te molesta?