(Alma)
Como de costumbre, me entretengo al caminar pisando mi propia sombra. El sol se pone a mis espaldas y ésta se me adelanta. Me pregunto si habrá más gente que le guste hacer este tipo de cosas.
Hoy fue un día rutinario en la Universidad, salvo por el desvío que tuve que hacer para hacer unas compras al salir de clases. Mañana cumplo dieciocho y mamá me envió por ingredientes. Supuestamente son para hacer postres para nuestra cafetería, pero es evidente que en realidad son para un pastel.
Me acerco al final de la calle y voy tamborileando las paredes a mi paso con las yemas de los dedos, al ritmo de la música de mis audífonos.
Pensé que la noche tampoco tendría sorpresas hasta que, al encenderse los faroles de la calle, veo un tumulto a lo lejos. Están aglutinados como sardinas en el Puente de los Amores Imposibles. No es su nombre real, pero es así como lo ha bautizado la opinión popular y los noticieros.
Aunque no puedo estar segura desde esta distancia, juraría que se trata de otro amor no correspondido.
Todo empezó cuando una pareja de jóvenes, cuyo amor no aprobaban sus padres, saltaron juntos para poder reencontrarse en la próxima vida. Se trató de una noticia trágica y aislada hasta que, poco después, un joven cuyo amor fue rechazado saltó también, deseando ser correspondido en la próxima vida. Con el tiempo, se fueron sumando más y más casos de muchachos que saltaban encontrando la muerte en el asfalto.
De pie junto al inicio del puente, me detengo un momento deseando que por arte de magia las personas se dispersen y me dejen pasar. Apago la música y busco la mejor ruta para cruzar.
Quisiera poder evitar este puente, pero tendría que caminar demasiado hasta el próximo cruce, y las bolsas empiezan a pesar cada vez más. Me acerco a la multitud que se amontona formando un semicírculo. Me veo obligada a cruzar apretada contra la baranda, cuidando de que no se maltraten los ingredientes que llevo conmigo.
—¡No lo hagas! ¡Piensa en tus padres! —Grita una voz cerca de mí, sobresaltándome.
Ya es más que obvio que alguien está por saltar. Muchas voces más se suman en un murmullo generalizado de consejos y lamentos. Siento una punzada de nervios por la situación, y lo único que quiero es salir de ahí cuanto antes.
—¿Por qué no viene la policía aún? —Pregunta una señora mayor frente a mi. Se gira al verme y me lanza una mirada inquisidora como si yo tuviera la culpa—. Estos muchachos creen que el mundo se les acaba por nada. Un buen correazo es lo que necesitan, para que se les pase el berrinche —dice para sí, aunque asegurándose de que yo pueda oírla.
Cuando estoy a medio camino, el tumulto se alborota. Algo está pasando y soy empujada entre las personas. Un sudor frío me recorre la espalda y me aferro mis compras. Quiero gritar pero me falta el aire. Miro hacia todas partes, tratando de orientarme.
Entonces, la veo. La sombra de la muerte. Está de pie junto al muchacho que tiene medio cuerpo colgado de la baranda, aferrándose con fuerza. Debe tener más o menos mi edad, y amenaza con soltarse si se acercan.
Desde que nací, puedo ver espíritus y entidades sobrenaturales. Nunca he tenido valor para hablar de ello con otras personas, ni siquiera con mamá. Al menos no hasta hace unos años que llegó a mi vida Liz, mi mejor amiga. Ella es muy creyente de los asuntos paranormales, y supe que no me juzgaría.
Nuestras charlas al respecto resultaron casi terapéuticas y tenemos una relación simbiótica: Me ayuda a superar mis miedos a lo sobrenatural, y yo alimento de contenido su podcast de misterios paranormales.
A los espíritus los veo como pequeñas esferas luminosas vagando de vez en cuando, pero la que realmente me inquieta es aquella sombra con rostro de calavera. Recuerdo cuando era una niña y le tenía pavor, creyendo que se trataba de un demonio o un ser maligno. Con el tiempo, me di cuenta de que sólo aparece junto a las personas que están a punto de morir. Cuando fallecieron mis abuelos, aquella sombra estaba ahí, de pie, justo antes de que partieran.
Y ahora, nuevamente me encuentro con ella. A pocos metros de mí.
Por un momento siento que gira a verme, con unos ojos brillantes tras la blanca calavera. Un escalofrío sacude mi cuerpo y provoca que casi se me caigan las bolsas. Consigo tomar aire y abrirme paso a trompicones para salir de ahí. Atravieso el tumulto y al fin puedo respirar, agitada, como si hubiera corrido una maratón.
La noche ya ha caído por completo, lo cual es señal de que se me está haciendo tarde para llegar a la cafetería.
Entonces, un grito generalizado de pánico a mi alrededor me indica que el muchacho saltó. Era inevitable, si la sombra estaba ahí es porque su destino ya estaba sellado.
Las veces que intenté intervenir, cuando mis abuelos fallecieron, la sombra se sorprendió de que le hablara directamente. Con los años he ido olvidando detalles, pero recuerdo que una voz grave y amable me dijo: «Deja que descanse en paz».
Mis parientes que estaban presentes me miraron hablando sola como si estuviera loca, y me sorprendí de que ellos no pudieran verla. Desde entonces, intenté mantenerlo en secreto, e ignorar a la sombra cuando la veo.
Mi móvil suena y me saca de mis pensamientos. Hago malabares con las bolsas para evitar que se me caigan, las amontono en mi regazo precariamente equilibradas y contesto con los auriculares. Es Liz.
—Ya estás tardando, Alma —me dice con prisas—. No voy a poder cubrirte por más tiempo. Ha llegado más clientela de la habitual.
—Estoy llegando, dame diez minutos.
—Apresúrate, que ha llegado tu novio a verte.
—Ya te he dicho que... —protesté.
—Tu novio, dije —me interrumpió jugueteando, y luego soltó una risotada—. No tardes, pequeña —se despidió cariñosamente, y colgó.
Liz y yo trabajamos en la pequeña cafetería de mi mamá, ubicada en la planta baja de nuestra casa en una calle poco comercial. Ella cubre el turno de día y yo el de la noche, aunque a veces se queda a ayudar cuando hay más clientes.
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paranormal, romance con un ser sobrenatural, dos puntos de vista
Editado: 26.04.2025